El pasado 28 de enero fallecía en Madrid el historiador y catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense Julio Aróstegui. Unas semanas antes había salido a la luz su último libro, una monumental biografía del político socialista Francisco Largo Caballero: Largo Caballero. El tesón y la quimera (Debate), obra de cerca de mil páginas, a cuya confección había dedicado el autor los últimos veinte años, libro que, sin duda, va ocupar un lugar honor en su legado historiográfico que ha tratado sobre el carlismo, la Guerra Civil, la historia del presente y la teoría historiográfica.

Esta biografía de Largo Caballero parte del reconocimiento de que el que fue uno de los más destacados dirigentes del socialismo español durante la primera mitad del siglo pasado, de reconocido prestigio entre la clase obrera española de su época, ha sido paradójicamente un personaje maltratado tanto desde la derecha como desde la izquierda, aunque nadie le haya negado, para bien o para mal, su constancia y lucha tenaz -esto es: el tesón al que se refiere el subtítulo de su biografía- en favor de la clase obrera española durante los aproximadamente cincuenta años de su labor de dirigente obrero y político socialista, tareas en las que llegó a alcanzar los más altos cargos en el sindicato y el Partido Socialista, así como en el Gobierno republicano, del que fue en su primer bienio reformador ministro de Trabajo y Previsión Social y después, durante la Guerra Civil, presidente del Gobierno. Entre otras descalificaciones, se ha acusado a Largo de colaboracionista con la dictadura de Primo de Rivera, de comportamiento político contradictorio e inconsecuente por pasar casi sin solución de continuidad de las prédicas y los comportamientos reformistas a las posiciones radicales a ultranza que mantuvo durante la Revolución de Octubre del 34, también de «seguidista» por considerar que ese cambio de actitud no había sido sino una adaptación interesada al radicalismo que asumió la masa obrera española en la coyuntura del bienio derechista republicano.

Sin embargo, Aróstegui trata de demostrar que, desde una visión de la trayectoria global, no parcializada, de su biografía algunos de esos comportamientos, al margen de su valoración positiva o negativa, pueden perfectamente matizarse, y las aparentes contradicciones de su biografiado resolverse en el proyecto rector que mantuvo durante toda su vida pública, el del «reformismo revolucionario» o gradualismo, que suponía considerar, como paso previo o primera etapa de la lucha obrera, el intervencionismo político buscando la organización de la clase y la mejora de las condiciones obreras como antesala y base para una posterior revolución social.

De ahí que, según nuestro historiador, el dirigente obrerista entendía que su colaboracionismo con la dictadura primorriverista no era connivencia con ella, sino sólo convivencia. Como también que su labor como ministro de Trabajo durante la República la concibiese como una fase superior de intervencionismo, el intervencionismo gubernamental, para intentar lograr con la implantación desde el Gobierno de un avanzado sistema de leyes laborales establecer un verdadero Estado social, necesario y previo a la futura sociedad socialista. Por ello, concebía -como él mismo escribió- su legislación laboral no como «obra verdaderamente socialista», sino sólo como «obra de un socialista». Del mismo modo que su giro hacia el radicalismo a partir de 1933, y con él su apoyo y protagonismo en la Revolución del 34 que le valió el apelativo de «Lenín español» y él rechazó tajantemente atribuyéndoselo a los comunistas, no fue sino una reacción ante una situación de excepción causada por el bloqueo que las derechas republicanas habían impuesto a la posibilidad de una política reformista dentro de la República.

Esta última es una de las dos «quimeras» que Aróstegui atribuye a Largo y a las que hace referencia el subtítulo de su obra. La otra sería la sesgada y poco realista concepción que tuvo el dirigente socialista de la alianza antifascista en que fundamentó su Gobierno durante la Guerra Civil. Concepción que le llevó inexorablemente a un enfrentamiento con los comunistas y fue, por ello, uno de los principales factores, no el único, de la caída de su Gobierno en mayo de 1937 y el comienzo del fin de su destacada posición dentro del socialismo español.

Toda esa trayectoria estuvo marcada en parte por su origen. Obrero estuquista, de origen familiar humilde y parva instrucción, Largo se convirtió en obrero consciente tras su conocimiento y posterior contacto personal con Pablo Iglesias. De hecho, fue un «pablista» de arraigadas convicciones toda su vida. Del maestro tomó su concepción «cerrada» de la clase obrera, la importancia decisiva de la «organización» para su triunfo y la asunción sin contradicciones del binomio revolución/reformismo. Y como rasgos propios: la importancia que siempre concedió en su táctica al «societarismo», esto es, las medidas de autoorganización de la clase obrera, el «sindicalismo político» como instrumento básico de su reformismo y lo que Aróstegui denomina como «intuición de clase», que no es sino su capacidad de percepción intuitiva de las necesidades de la clase obrera que explica tanto algunos de sus aciertos como sus errores políticos, sus «quimeras».

La dureza y las consecuencias negativas que para su salud tuvieron sus siete años de exilio en Francia, parte de los cuales los pasó recluido en un campo de concentración nazi en Alemania, no fueron, sin embargo, obstáculo para que, una vez liberado, volviera desde París a intervenir activamente hasta su muerte en 1946 en la política del exilio republicano. Terminó reconciliándose con Indalecio Prieto y propuso la celebración de un plebiscito entre los españoles para elegir entre Monarquía y República como primera medida, entre otras, para iniciar el proceso que debía conducir a poner fin a la dictadura franquista.

A pesar de ciertas contradicciones que pueden apreciarse en el texto, alguna que otra valoración discutible y cierta tendencia a la reiteración, la revisión que realiza nuestro historiador de la obra y el pensamiento de Largo aporta, sin duda, notas de gran valor historiográfico. No sólo por el carácter integral de su relato biográfico y la minuciosa, casi exhaustiva, documentación en la que se fundamenta que le permite extraer importantes matizaciones y nuevas interpretaciones de la actuación y pensamiento de su biografiado, sino también por la profunda y esmerada contextualización en que basa todo su desarrollo, que la convierte, además, en una verdadera historia del socialismo español de la primera mitad del siglo XX.

Desde luego, más allá de las más recientes versiones biográficas de Largo Caballero como la de Marta Bizcarrondo o la más reciente de Juan Francisco Fuentes, ésta es no sólo la última, sino, sin duda, la más ambiciosa e importante escrita hasta ahora. Y la verdad es que su principal conclusión parece bien fundamentada. Largo Caballero fue, sin duda, el más genuino representante, en la historia del socialismo español de la primera mitad del siglo pasado, de la vía reformista, la que hemos denominado como «reformismo revolucionario». Y, dada la trayectoria de su pensamiento y acción, él y no Julián Besteiro, como se ha venido manteniendo habitualmente, debe ser considerado como el verdadero heredero de Pablo Iglesias.