Hace varios años asistí a la conferencia de una pedagoga alemana experta en promoción de la lectura entre niños y adolescentes. Su discurso abarcó todo lo que cabe esperar en estos casos: habló de lo importante que es la lectura en la formación de buenos ciudadanos. Consideró fundamental que los padres den ejemplo leyendo en presencia de sus hijos y que no les dejen pasar demasiadas horas viendo la tele. Dio varios consejos, siempre avalados por especialistas, destinados a insuflarles a los niños el amor por la lectura. No los recuerdo todos, pero creo que se trataba de leerles cuentos en voz alta al acostarlos, visitar con ellos librerías infanto-juveniles para que escojan su libro favorito, animarlos a aprender breves poemas de memoria y llevarlos de vez en cuando al teatro. Como más o menos todo eso ya nos lo había dictado el sentido común (por mucho que, como es sabido, éste sea el menos común de los sentidos), los asistentes a la charla hacía rato que habíamos empezado a aburrirnos muy seriamente, así que cuando por fin llegó el turno de preguntas todos nos sentimos aliviados.

-Disculpe, ¿tiene usted hijos? -le preguntó una señora.

-Sí, una hija de 11 años.

-Ah, muy bien. Y dígame€ ¿lee?

Todos nos incorporamos un poco en el asiento, repentinamente despiertos. La conferenciante guardó silencio y bajó la vista.

-Pues no -dijo por fin- y no sabe cuánto lo lamento.

Y entonces aquella mujer, que hasta ese mismo instante había seguido mansamente el papel que le había impuesto la institución a la que representaba (la UNESCO, creo recordar), tragó saliva y se puso a hablar de verdad. Nos confesó que con su hija había empleado todos los sistemas «científicamente avalados» que nos había enumerado unos minutos antes, siempre sin el menor éxito. Incluso había ido más allá. Había recurrido a premios y castigos, a promesas y amenazas. Le había propuesto una visita a Disneyworld si leía entera una versión abreviada de los cuentos de Andersen (Harry Potter aún no existía) o La isla del tesoro. Pero nada. La niña era un trasto y se iba al parque a jugar con los amigos.

Y después dijo algo que no he podido olvidar:

-Verán, durante mucho tiempo lamenté que mi hija no leyera. Hasta que caí en la cuenta de que cuando yo era pequeña leía para escapar de una infancia difícil. Un libro era para mí como una trampilla por la que me escabullía a otro mundo diferente y mejor. Quizás el hecho de que mi hija ignore esta trampilla significa que está teniendo una infancia feliz y en realidad no la necesita. En el fondo, significa que no he fracasado como madre.

«Tal vez no como madre, pero sí como representante de la UNESCO para la promoción de la lectura», me dije al escuchar esta desconcertante declaración, recibida por los asistentes con un tímido aplauso.

Desde entonces he reflexionado mucho sobre esta mujer y su extraña doble vida, consistente en vender continuamente un mensaje en el que no cree. Pero también me he preguntado si no tendría razón y sólo leen los niños infelices. Quizás eso explique la resistencia numantina de algunos niños a esa imposición de los mayores: Simplemente, no están dispuestos a pagar el precio.