Érase una vez un tiempo violento, más violento incluso de lo que cualquiera podría imaginar, en el que el Gobierno de Estados Unidos dejó de tratar a los ciudadanos como adultos prohibiendo la venta, la importación y la fabricación de bebidas alcohólicas en todo el territorio. El negocio fue asumido entonces por bandas criminales, que lucharon entre sí por el control del mercado llegándose a cometer asesinatos y carnicerías en masa. La historia la conocen y del mito se han encargado, con mayor o menor fortuna, la novela y el cine en las décadas que siguieron.

Si hubiera que repartir premios por recrear una época, Dennis Lehane se encontraría entre los ganadores. En la actualidad y a mi juicio, si exceptuamos a Benjamin Black y su Dublín de los años cincuenta, es el plusmarquista de las grandes recreaciones de género. En un paisaje literario salpicado de torpes aspirantes a Raymond Chandler, Lehane posee un uso del argot gangsteril y la frase chispeante que domina como nadie. Vean: «Cuando Albert apagó la cerilla, le arrojó el humo a la cara. Le dijo: "Gracias, chaval, y se alejó de allí. Tenía la piel tan blanca como el traje y los labios tan rojos como la sangre que le bombeaba el corazón"» (Vivir de noche, página 24). O: «Había que matar un par de horas en una ciudad que, a esas alturas, sólo pensaba en matarle a él» (página 71).

Vivir de noche, segunda entrega de la trilogía sobre los Coughlin tras la magnífica Cualquier otro día, es un relato elegiaco sobre lugares lejanos en el tiempo: el Boston que desemboca en los años de la prohibición, de hombres con patillas del tamaño de las chuletas de cordero y matronas con grandes faldas acampanadas, que sale al encuentro de la modernidad, la era del jazz, las flappers y los garitos, mientras los muelles permanecen poblados de estibadores, camioneros o desocupados que se sacuden el tedio fumando entre los pilotes y la niebla o lanzando piedras a las gaviotas. Ese Boston, como escribe Lehane, de tipos de las doce en punto en una ciudad de las nueve en punto.

Uno de ellos, Joe Coughlin, último vástago de una familia irlandesa de representantes de la ley, desafía a su padre, jefe de la Policía, al elegir una vida consagrada al crimen. No se considera un gángster, sino simplemente un proscrito bajo la tutela de un mafioso llamado Hickey, dedicado a los robos a mano armada y al negocio del ron. Los problemas para Joe empiezan, de la forma en que Lehane deja constancia en el prometedor arranque de su novela, la mañana en que se cruza por primera vez con Emma Gould, una muñequita aparentemente de gélidos sentimientos que resulta ser la amante del rival de su jefe, Albert White. Obsesionado, planea un atraco para fugarse con ella y pone en marcha una cadena de acontecimientos que afectarán a su vida y a la de los seres más cercanos en el transcurso de los diez años siguientes. Del Boston de los speakeasy (garitos clandestinos) salta a las calles de Cuba, previa escala en Ybor City, puesto de avanzada de la Tampa de las tabaqueras cubanas, el esplendor del Centro Asturiano, los barriles de acero de ron, los buques, las grúas, el olor persistente a salitre y aceite en la bajamar. Hasta allí lo persiguen las destilerías ilegales, los cadáveres, la corrupción policial, las mujeres fatales y hasta el Ku Klux Klan.

En su última novela Lehane cultiva un relato rico y embriagador con muchos personajes memorables. Probablemente, pretendiéndolo o no, ha aligerado, con respecto a Cualquier otro día, la epopeya social americana de principios del siglo XX, para hacer la narración más chandleriana, pero el trasfondo histórico sigue deslumbrando. Con la particularidad de que en Vivir de noche el lector dispone, como el protagonista, Joe Coughlin, de dos soles de diferente intensidad: Norte y Sur. La narración empieza en Boston, prosigue en Tampa y acaba en Cuba. Lehane se defiende con los detalles en todos los ambientes; se crio en Dorchester; enseñó durante tiempo en Saint Petersburg, Florida, y pasa la mitad del año allí. La novela es como si recobrase el aliento en la segunda parte, la más extensa, cuando la acción se traslada a la Tampa de los años veinte, donde Coughlin se hace cargo de un sindicato del crimen y construye un imperio alrededor de las fábricas de cigarros, los clubes nocturnos y los asesinatos en los pantanos. La primera, en Boston, está reservada a una serie de preguntas existenciales sobre el protagonista y las difíciles relaciones con el padre. En la edición española de RBA son casi quinientas páginas, pero el relato, sobre todo cuando se comprime, resulta demasiado corto. El lector no quiere ver ni de lejos el final, aun consciente de que la sucesión ininterrumpida de párrafos exuberantes acabarán por agotarlo. De hecho, el ritmo de la narración avanza en ocasiones de modo frenético. En Vivir de noche no se echa en falta el retrato del hombre y su tiempo y uno, a veces, querría que jamás terminara.

Estupenda novela de un autor que sabe como nadie lo que se trae entre manos: heredero de Chandler y del mejor Elmore Leonard. Y de una tradición, la irlandesa, que no ha dejado de darle al mundo grandes escritores.