En 1990, de la mano de Emilio Sagi, la Temporada de Ópera de Oviedo dio un vuelco, después de unos cuantos años de decadencia alarmante. Un Elisir d'amore de ambientación llanisca propició una pequeña revolución. ¡Todo lo que hubo que oír entonces en boca de algunos! Hoy nos da la risa leer algunas cosas que entonces se escribieron, y los que asistimos a aquellas funciones contemplamos el enfado de algunos acostumbrados, como si nada, a las hojuelas de piel muerta sobre el cuero cabelludo, que se acumulaban toneladas, pensando, angelitos, que aquellos engendros que se perpetraban eran lo correcto sobre un escenario.

Algunos persisten en la ensoñación de un pasado que no existió más que en sus quimeras, porque la época dorada había ido declinando décadas atrás. El resultado se ha visto con el paso del tiempo. Unas sencillas reglas matemáticas explican todo a la perfección: súmense los espectadores que acudían a la ópera entonces y los que ahora asisten. No hay más que hablar.

Más joven que la ópera es el Festival de Zarzuela, que ahora cumple veinte años. Lo hace con el propósito de la continuidad y, para ello, como explicó el propio Sagi en rueda de prensa, «es necesaria la renovación». Todo aquello que en un escenario no se va actualizando acaba fosilizado, sin interés ni entidad. A lo largo de estos años el ciclo ha tenido aciertos y errores, estos últimos venidos sobre todo por la reiteración de títulos y también por la inclusión de alguna que otra producción mediocre.

La zarzuela como género no se puede permitir un paso atrás. Necesita de forma imperiosa conseguir nuevo público, sin que ello signifique perder al tradicional. Por eso es tan importante acertar en un discurso de programación que combine apuestas rompedoras con otras de carácter más ortodoxo, sin que en ninguno de los dos casos se produzca merma en la calidad del producto que se ofrece. El éxito de las cuatro funciones de La corte de Faraón que se acaba de representar en el Campoamor puede y debe suponer un punto de inflexión en el ciclo hacia nuevos retos de futuro, hacia una renovación continuada que apunte a una notable bajada de la edad media del público que dé vida al género en las próximas décadas.

Lo que la ópera ha conseguido tras numerosos esfuerzos debe ahora lograrlo la zarzuela. Para ello debe vencer prejuicios e inseguridades. Ha de tener la capacidad de ganar canales de difusión diferentes: la novedosa iniciativa @zarzuelaytuits que se abrió con «La corte» y seguirá con Una noche en la verbena de la Paloma es muy sugerente y marca pautas de trabajo hasta ahora inéditas. En un festival tan veterano los cambios deben ser graduales, pero sin retrocesos. Es preciso que la apuesta sea decidida en el tiempo, aunque surjan reticencias, fruto, en muchas ocasiones, de la ignorancia o de la incapacidad de abrir horizontes artísticos más despejados y, también, ambiciosos.

De nuevo de la mano de Sagi ha llegado al Campoamor una encrucijada que ha de resolverse a la menor brevedad posible. En el acierto va implícita la supervivencia del festival como un ciclo capaz de liderar la necesaria eclosión que la lírica española -ópera y zarzuela- ha de vivir en los próximos años. Oviedo ha realizado, y en ello sigue, un esfuerzo enorme que no puede tirar por la borda. Ahora la clave está en mantenerlo en la élite de los tres o cuatro teatros que en España marcarán la pauta del sector una vez que se comience a remontar la crisis.