El último proyecto acometido por el teatro Real de Madrid, una coproducción del Don Giovanni mozartiano firmada por Dmitri Tcherniakov se ha convertido en uno de los fiascos más relevantes de una temporada que está siendo más que irregular. En la mayoría de las funciones las protestas fueron tremendas, furibundas algunas, y, hay que decirlo, algunas sin la mínima educación -cuando los Amigos de la Ópera de Madrid piden respeto para el público, también debieran pedirlo para los artistas, totalmente indefensos ante los energúmenos que desde la oscuridad emiten aullidos de rasgo animaloide, tipo rebuznos y demás. Curiosa la piel de melocotón de los miembros de la asociación lírica madrileña que no siempre es bidireccional, pero esto, por sí mismo, merece desarrollo aparte.

El caso es que la propuesta del siempre temible y provocador Tcherniakov llevó a la genial creación de Mozart al precipicio y la banalidad más absolutos. El planteamiento es transgresor, con reubicación de las relaciones familiares de los personajes que integran la trama y la idea, ingeniosa como punto de partida, de que todo se desarrolle en la casa del Comendador. Hasta ahí se percibía cierta lógica -dentro siempre de la mentalidad rupturista del director de escena ruso-, pero en el segundo acto la acción descarriló.

El hilo conductor se rompe y las escenas se suceden con un continuo crescendo de despropósitos, sin el menor ingenio, con una torpeza dramática y carencia de ideas alarmante. Lo que se saca en conclusión es que al señor Tcherniakov le falta un concepto global de la obra y se deja llevar por una sucesión de ocurrencias, alguna más afortunada que otra, pero que, en su conjunto, no tienen coherencia dramática. Es una lástima porque el trabajo actoral para los cantantes es tremendo. Entiendo que han tenido que desarrollar un esfuerzo de titanes para nada o casi nada. Aparte de la obsesión del ruso por los espacios cerrados, la familia burguesa y sus mezquindades, no hay más que rascar. O sea que para contarnos en cada obra que afronta la misma matraca, casi vale más que desahogue semejantes traumas en un círculo íntimo y no martirice a los espectadores y a los compositores con una originalidad que se torna en macilenta por la falta de coherencia incluso desde su propia perspectiva.

Con semejante desbarajuste, desde la batuta Alejo Pérez poco más hizo que concertar globalmente de forma correcta, ausente en todo momento el genio mozartiano de una lectura plana, sin nada que llamase la atención, más allá de no proporcionar desajustes.

En el reparto, no muy cómodo en sus exigentes cometidos interpretativos, pero de gran profesionalidad en este ámbito, poco hubo también que resaltar. Únicamente la muy buena Donna Elvira de Ainhoa Arteta -la más ovacionada a lo largo de la función-, el Leporello de Kyle Ketelsen o la justita, pero siempre elegante, Donna Anna de Christine Schäfer. Al Don Giovanni de Russell Braun mejor dejarlo pasar de largo, por su falta de medios. En el resto del elenco la discreción fue la nota predominante. De todas formas bastante tenían con atender a aquel barullo de parientes que, tantas veces, iba en contra del espíritu de la obra. Menos mal que al día siguiente la Compañía Nacional de Danza llevó a escena un Romeo y Julieta con música de Prokófiev y coreografía de Goyo Montero lleno de ingenio, contemporáneo y con criterio. Un soplo de aire fresco.