Mauricio Wiesenthal vino al mundo en 1943, como él mismo suele decir, cuando las luces se apagaban en Europa. Tenía cinco años y en una calle de una ciudad alemana bombardeada vio una muñeca rota que colgaba de la ventana de una casa en ruinas. Pensó que era todo lo que quedaba de la infancia de una niña. «Ese mismo día» -cuenta en Siguiendo mi camino- «prometí que lucharía por reconstruir aquellas vidas. Y que había que restaurar esos salones -abatidos y en ruinas- donde, en otro tiempo, habían lucido las lámparas y habíamos bailado el vals» (página 103). Prolífico autor heredero del gran legado cultural del viejo continente, Wiesenthal se ha dedicado desde entonces a cultivar esa tradición y si no se puede decir que no ha hecho otra cosa en esta vida es simplemente porque de su producción han salido más cosechas, como, por ejemplo, el Gran Diccionario del Vino (2011), una serie de ensayos y varios estudios sobre las culturas precolombinas.

Es sabido que las canciones atizan el fuego de la memoria. Probablemente no exista una pauta más fiel para el memorialista que refugiarse en el recuerdo orquestal de su vida. Wiesenthal, descendiente de linajes europeos y emparentado con la aristocracia, ha recurrido a las canciones eternas de su juventud, boleros, coplas, romanzas rusas, zambas, standards americanos, canzone napolitana y chanson para rememorar viejas páginas amarillas, suyas y de las personas que conoció o admiró: con el mismo perfume del pasado que destilaban Libro de Réquiems o El esnobismo de las golondrinas, dos de las obras del autor. Uno de los rasgos más apreciables de Wiesenthal, que maneja una vasta cultura y escribe una prosa cuidada, es que no hay muchos como él y cada vez van quedando menos. Si es que no se trata del último mohicano de un mundo de ayer.

Las canciones que inspiran el recuerdo de Siguiendo el camino, que ahora publica Acantilado, son las mismas que Wiesenthal cantó cuando viajaba y actuaba en cafés, barcos y hoteles. Humanista y hombre de mundo, leyendo sus libros da la impresión de que hizo de todo y estuvo en todas partes. Aplica con dandismo la «sabiduría universal que reconoce una ignorancia general» frente a la especialización. La curiosidad no tiene fronteras para él. Ha observado de cerca y de lejos. Lo que no ha vivido se lo han contado, y el resto lo ha leído o lo ha inventado. La literatura es invención y nuestro hombre escribe en un español literario con americanismos y giros que apenas se utilizan ya en estos días; un español florido que hace que las historias fluyan como la música o esas mismas canciones que usa de coartada para su libro intenso y melancólico.

Son canciones de toda la vida y de toda una vida. Aunque menor que las historias que invoca, el repertorio es amplio: entre otras, Cant'help falling in love, Ojos negros, Anema e core, Lili Marleen o Blaue Nacht Am Hafen, por Lale Andersen; Vecchio frac, de Domenico Modugno; Silenzio cantatore, Beautiful dreamer, No será 'e maggio, Some enchanted evening, La llorona, Manha de Carnaval, Blue Hawai, It's now or never, Ansiedad, Amar y vivir, Love me tender, Chitarra romana, Reginella, Mon coeur est un violon, True love, Yiddishe Mamme, Nostalgias o Schalefe, mein prinzchen, schlaf ein, la nana que le sirvió para espantar las escuchas ocultas de la Stasi en aquella ciudad rota que se conoció por Berlín Oriental.

Como ya ocurría en El esnobismo de las golondrinas (Edhasa, 2007), Siguiendo mi camino persigue los detalles y las anécdotas. Muchas y variadas, en cada episodio unas cuantas: por ejemplo, la marchesa Luisa Casati, musa de D'Annunzio, que alquiló la casa de Axel Munthe, en Capri, y vivía rodeada de vapores del opio y de animales salvajes que compraba en el zoo de Hamburgo, recibía a la gente desnuda. O que Sacha Guitry, que guardaba en su casa el tintero de Flaubert y algunos manuscritos de Molière, era tan fino que cuando una mujer le llamaba por teléfono se peinaba antes de atenderla. Pero el libro también está plagado de reflexiones e inteligentes observaciones del escritor viajero, leyendas de la familia, relaciones amorosas y demás.

De la misma forma que la muñeca rota alemana trae al recuerdo Lili Marleen, el Madrid de la posguerra despierta en el autor la glosa de Hemingway y por azar del zortziko de Sorozabal que cantaba Mary Welsh. Igual que los sesenta, años en los que Wiesenthal se fragua como explorador de corazones, devuelven una pasión juvenil fugaz por Ava Gardner, hermosa y frágil, a la que el autor acompañó una vez a su casa en la madrugada después de una noche boleros. «Es una cobardía cazar un leopardo para hacer un abrigo. Y lo aprendes el día en que ves temblar los hombros de una mujer verdadera y, al pasarle tu brazo por encima, te sientes un leopardo fuerte, libre y vivo» (página 241). O el perfume del único beso con fragancia de Elizabeth Arden que recibió de la actriz: «Se vive solamente una vez. Pero aquellos días de mi juventud, cuando regresaba a casa al cerrar la noche, sentía en mi rostro ese mismo perfume y un beso. Y, al desnudarme, miraba la camisa con detalle, por si había quedado una huella de carmín en el cuello. Sólo era la humedad de la madrugada?». Como se suele decir en italiano universal, se non è vero, è ben trovato.