«Busker» es un término que proviene del inglés y hace referencia a los músicos callejeros. El artista callejero es tan antiguo como la más remota de las civilizaciones. Y sin duda, los juglares medievales dan lustre a la desharrapada genealogía que luce con orgullo todo músico callejero.

José Miguel Vilar-Bou (Alfafar, Valencia, 1979) es un joven periodista y escritor que durante algo más de dos meses se dedicó a tocar la guitarra y cantar por las calles y plazas de Milán, haciendo incursiones en otras ciudades del norte de Italia. Sobre una experiencia mitad necesidad -el chaval, trabajando para Amnistía Internacional en aquel momento, andaba canino, y las facturas no dejaban de llegar a su apartamento compartido-, mitad experimento profesional -un hábil periodista nunca deja que la realidad le desluzca una buena historia-, se sustenta este libro en el que la espontaneidad aumenta con el transcurso de los días que narra. Esto posiblemente se deba a que en los primeros momentos el autor no tenía muy claro si iba a escribir y, sobre todo, de qué iba a escribir.

El sábado 5 de abril de 2008, el mismo día en que cumple 29 años, sale por primera vez a la calle con la guitarra y un taburete. No quiere debutar en Milán, así que en la estación de Cadorna coge el primer tren a Como. Intuía que los turistas pululando en torno al lago serían un público agradecido, y no se equivocó.

Desde ese primer encuentro con la calle, todo es una gran aventura contada en forma de diario. Una aventura que le sirve para conocerse mejor, para perder miedos, aprender de los conflictos, vivir con intensidad y también, como confesará en algún momento, para escribir un libro. El 27 de mayo se encuentra tocando en Milán, en el parque Sempione, y se le acercan dos chavales. Se trata de otros músicos como él, los chilenos Diego y Leo, que se hacen llamar los Mapocho Rockers, y les explica que en realidad es periodista, que trabaja en un libro sobre músicos callejeros y que le gustaría entrevistarlos (el lector puede leer esta entrevista en la última parte del libro, junto a las de los también buskers Saw Lady, que actúa en las estaciones del metro de Nueva York, y John Macpherson, que actúa en las calles de Nueva Orleans).

Diario de un músico callejero está escrito con garbo, con soltura y llaneza, sin asomo de petulancia, sin nada de esa romántica exaltación algo presuntuosa en la que sería tan fácil caer. «Tal vez un día no muy lejano estaré sentado tras una mesa de despacho. Es posible incluso que lleve corbata. Tendré nuevos amos que me darán dinero a cambio de mi energía y quizá de mi felicidad [...]. Y pienso en aquello de que la libertad es grande, pero que tiene su precio. Y qué. También las obligaciones materiales, la presunta seguridad, nos exigen una alta cuota».

Son palabras de quien conoce el camino (el autor trabajó en Bruselas, en Londres y en un centro para refugiados en Serbia) y ha interiorizado lo suficiente los Brahmana como para darse cuenta de que «la suerte de quien está parado no se mueve».