Quienes hayan seguido la trayectoria artística de Mariano Matarranz (Madrid, 1952) probablemente tendrán en la memoria su última exposición en Asturias. Fue en 2008 en la galería Vértice de Oviedo, poco antes de trasladarse a vivir a Guadalajara y después de haber residido largo tiempo en Gijón, durante el cual, y tras una inicial etapa de notoriedad artística en Madrid, adquirió su obra la madurez y la plenitud de su muy característica y reconocible manera y donde, por otra parte, tras numerosas exposiciones y participación en ferias de arte y muestras colectivas llegó a ser considerado en buena medida como uno de nuestros mejores pintores.

Aquella exposición se titulaba «Ineludible erosión» y las obras evocaban desde la pintura, realizada en técnica mixta sobre tela y madera, una condición metálica, como de viejas planchas de hierro que se presentaban fragmentadas, agujereadas, carcomidas por la corrosión, como a un paso de su destrucción tras un largo proceso de erosión producida por el agua del mar. Era la última muestra de un pintor capaz como muy pocos de hacer hablar a la materia en su obra y eso tanto desde la virtualidad de su expresión autónoma, su inmanencia, como, sobre todo, en su disponibilidad para ser sensibilizada estéticamente por el artista y hacerla plásticamente expresiva, identificándola con el pensamiento y el espíritu de su estilo creador.

A partir de ahí, Matarranz creó un universo pictórico autónomo de muy personal morfología que remitía a los procesos de oxidación y corrosión, en un principio como crítica al deterioro del medio ambiente y alguna referencia figurativa («Flor de forja» titulé un comentario sobre el particular en su tiempo), para luego derivar más claramente hacia la abstracción. Claro que como la ausencia de figuración no supone ausencia de motivo, la estructura de sus composiciones adquirió pronto una poderosa significación simbólica y la expresión textural y morfológica de las superficies fue proponiendo una unidad de mensaje que aludía con bastante evidencia a las huellas, herrumbres y oxidaciones del daño producido por la acción del agua del mar sobre el hierro fingido de superficies de piezas de barcos supuestamente hundidos o varados. Algo que podía ser expresado plásticamente mediante concretos campos pictóricos sutilmente trabajados en calidades texturales y veladuras, apoyadas en restringidas gamas de color, armónicamente matizadas, sobre todo, en tonos oscuros y cercanos a la monocromía, como sucedía en su exposición «La piel del tiempo» de 2006, o con los estragos sobre la materia expuestos en toda su crudeza en «Inevitable erosión», a la que aludía anteriormente.

He pensado que merecía la pena recordar ahora las características de la obra de este interesante pintor tan ligado a Asturias para destacar su coherencia y el punto al que su obra ha llegado en esta última exposición, seguramente la mejor. Sobre ella, y como conclusión, reproduciré un último párrafo del texto que escribí para el catálogo (porque los catálogos son hoy un bien escaso y raramente conseguido): «Ahora es ésta una pintura concentrada en su propia densidad conceptual y plástica que ya no se limita a describir los azarosos estragos que el mar y el tiempo han infligido a la materia, sino que se dirige con consciente hondura plástica a la elaboración de superficies de medida y exquisita construcción pictórica, bien capaz de convertir la huella el paso del tiempo en belleza voluntaria. Estas nuevas pinturas son como murales, bronces naufragados rescatados de un pasado de siglos en la oscuridad de las profundidades del mar. Sobre ellos, las marcas, los relieves, las erosiones, los signos gráficos, sutiles patinados azulados, verdosos, grises o dorados, constituyen un fascinante lenguaje del arte ignoto, hermético, románticamente abstracto, con la solemnidad silenciosa de una materia magníficamente artizada».