Aunque había publicado un primer libro en 1986 -Diecisiete poemas, de muy correcta factura-, la importancia de Roger Wolfe en la poesía española comienza en 1992 con la aparición de Días perdidos en los transportes públicos. Ese libro supuso de algún modo un antes y un después. Roger Wolfe iba más allá en el uso del lenguaje coloquial de lo que estábamos habituados y además trataba temas, si no inéditos (recordemos el malditismo y la bohemia modernistas), sí con un toque nuevo de audacia y contemporaneidad. Un fenómeno semejante se produjo por entonces en la narrativa con Historias del Kronen, de José Ángel Mañas.

Fueron legión los poetas que, tras el ejemplo de Roger Wolfe, incurrieron en la corriente que los críticos denominaron (con la impropiedad habitual en este tipo de etiquetas) «realismo sucio». Incluso algunos nombres de generaciones anteriores, como Luis Antonio de Villena y Luis Alberto de Cuenca, se sintieron atraídos por el mundo y la dicción de Roger Wolfe, un poeta nacido en Inglaterra, formado en Alicante y Asturias, que, lo mismo que hizo Rubén Darío con simbolistas y parnasianos franceses, incorporó a la poesía española ciertas tradiciones de la poesía de lengua inglesa, especialmente norteamericana.

En los años siguientes, Roger Wolfe se convirtió en un hombre de moda. Cultiva todos los géneros literarios, aunque destaca especialmente en el dietario contundente y en la poesía. Luego sus obras se fueron espaciando, apareciendo en editoriales cada vez más desconocidas.

El título de su más reciente libro de poemas, Gran esperanza un tiempo, parece aludir a ello. Pero Roger Wolfe no fue solo la moda de un momento, como quizá José Ángel Mañas. Al contrario que tantos seguidores suyos, que encontraron un camino fácil en la narración de anécdotas etílicas con un lenguaje bronco y descuidado, es un buen lector, un escritor que conoce la tradición literaria en varias lenguas, un poeta verdadero.

Los mejores poemas de Gran esperanza un tiempo (como los del breve cuaderno anterior Afuera canta un mirlo) parecen hechos de nada, como si fueran anotaciones en el lenguaje de todos los días. La suma maestría es la que no necesita exhibirse.

Claro que también, de vez en cuando, como si no quisiera defraudar a sus antiguos seguidores, aparece el Roger Wolfe más tópico y contundente. Un ejemplo muy característico lo encontramos en «El humo del infierno», su agresiva reacción a la ley de «medidas sanitarias frente al tabaquismo», aludida en el subtítulo. Aunque no llega a la irracional embestida de otros fumadores, que incluso llegaron a comparar esa ley con los nazis y el Holocausto, Roger Wolfe tampoco se queda corto. Se trata «del más grave atentado / que quinientos años de historia han conocido»; España, que «agonizaba ya», con esa ley «acabó de morder el polvo»; la responsable es una ministra «flaca y seca como un pedazo de mojama», cuyo nombre calla para no manchar el papel en que escribe.

No destaca precisamente Roger Wolfe por ser un lúcido analista de la sociedad contemporánea. Sus observaciones apocalípticas dicen poco de la realidad actual, porque no habla de ella, sino de sí mismo. Se ha repetido muchas veces la frase de Hölderlin que afirma que el poeta es un Dios cuando sueña y un mendigo cuanto reflexiona. Las reflexiones de Roger Wolfe no resisten el menor análisis. «Cuidado con los que tienen coche / y siempre están censados y acuden a las urnas, / y se abstienen del tabaco y llevan vida sana. / Cuidado con la gente y su energía incombustible. / Cuidado con la masa. Cuidado / con la malvada muchedumbre. / Indefectiblemente, son los que te linchan». Solo le faltó añadir que cuidado con los vegetarianos porque Hitler era vegetariano.

Afortunadamente estos poemas presuntamente críticos son los menos, como es una excepción un poema como «Dulce pájaro de juventud», donde se narra una batallita de su juventud en unos míticos años ochenta en que los policías «fumaban porros sin disimularlo / y estaban muy versados en el arte / de hacer la vista gorda».

Sabia, desengañada, escueta poesía de las postrimerías la que, dejando a un lado contadas excepciones, nos ofrece Roger Wolfe en Gran esperanza un tiempo, desde el primer poema, «Deseo de ser perro», hasta el último, «Tómate tu tiempo», en el que vuelve a cantar el mirlo que daba título a su libro anterior.

«Sucede que me canso de ser hombre», escribió Pablo Neruda, y a Roger Wolfe parece que en ocasiones le ocurre lo mismo: «Ser perro. / Tener un dueño bueno. / Ir en coche y asomar / la cabeza por la ventanilla, / y olisquear el mundo. / Correr entre los árboles / en busca de piedras y de palos. / Enroscarse junto al fuego / en lentas tarde de invierno / soñando con praderas / bañadas por el sol / y batidas por el viento».

En otro poema afirma que, puesto que no puede ir de momento al otro barrio, le gustaría envejecer «más deprisa, más deprisa». Esta es su idea de un posible paraíso en la Tierra: hacerse viejo «y estar sentado en una silla / al sol del mediodía» con un poco de mar y un poco de cielo, «medio lelo, / pero tranquilo y solo».

De mínimas felicidades, con las menos palabras posibles, nos hablan los mejores poemas de este libro. El poeta de Días perdidos en los transportes públicos («Suena el teléfono. Manolo. Me comunica / que le han dejado el ojo como un plato», comenzaba el primer poema) ha atenuado su algo grafómana exasperación y ha ganado sabiduría con los años. Casi todos sus defectos se los ha dejado a los imitadores.

Estaremos a dos pasos del Apocalipsis (por culpa de los espacios libres de humo y de los progresistas y su «corrección política»: el lector no puede por menos de sonreír ante tan toscos tópicos), pero siempre habrá un árbol, un mirlo, una ventana, «mágicos momentos en que por instantes / todavía se puede ser feliz».