Frente a quienes encaran con dramatismo el arrumbamiento de los clásicos en los planes educativos, la catedrática de Clásicas de Cambridge Mary Beard evalúa la salud de su especialidad con un diagnóstico que atenúa el tono apocalíptico que domina en lo que ya es un perpetuo lamento. "Uno de los sellos distintivos de los estudios clásicos como disciplina ha sido siempre la capacidad de cada generación de congratularse por su propio redescubrimiento de la Antigüedad clásica, al mismo tiempo que lamentaba el declive del aprendizaje clásico", afirma. Esa disposición a reorientar lo que tiende a ser un debate cansino forma parte del estilo de Beard, investigadora suspicaz y desafiante que, pese a trabajar con una materia en apariencia bien fraguada, se empeña en una continua revisión, solvente, de lo que sabemos sobre los clásicos. "Una mirada moderna siempre encuentra formas de plantear nuevas preguntas y, a veces, encontrar nuevas respuestas", sostiene en La herencia viva de los clásicos (Tradiciones, aventuras e innovaciones). Cada capítulo deja constancia del desafío de la autora a la tradición interpretativa y a la lectura cerrada de los hechos a través de las recensiones, algunas implacables, de los libros de quienes, en muchos casos, son sus colegas. Desde la convicción de que "las clásicas tratan de los griegos y de los romanos, tanto como de nosotros", Mary Beard, autora de una magnífico libro sobre Pompeya, hace un ejercicio de búsqueda de la cercanía del lector sin renunciar a la exigencia académica, algo que no perdonarían las víctimas de tan punzante crítica.

Beard defiende el rigor de Arthur Evans, el descubridor de Cnosos, frente a un retorcido biógrafo, pese a que su afán reconstructivo alumbró el pastiche minoicocretense hoy pasto del turismo. Lamenta la alicorta interpretación que un autor de referencia como Donald Kagan hace de Tucídides o nos dibuja a Alejandro Magno como una creación romana. Una tendencia, la de inventar vidas en lugar de relatarlas con arreglo a lo que estrictamente conocemos, de rellenar los vacíos con inventiva, que persiste todavía hoy. Advierte, la también autora de El triunfo romano, de la inclinación de los historiadores del mundo de antiguo a obtener su material "a través de una combinación de becas académicas, conjeturas y ficción". Una biografía de cualquier emperador romano "que se extiende más de cuatrocientas páginas está obligada a ser, en gran medida, ficción", advierte en su reseña de "una oportunidad perdida" de relatar la vida de Adriano.

Las nuevas preguntas que de continuo nos formulamos someten esa visión de los clásicos a juicios fluctuantes. Quizá cambie nuestra idea del -en traducción libre- pelmazo Catilina al plantearnos si pudo "haber sido tanto un radical clarividente (la cancelación de deudas podría haber sido justo lo que Roma necesitaba en el año 63 a.C.) como un terrorista sin principios". Éste constituye para Beard "el principal ejemplo del dilema clásico: ¿de verdad había monstruos bajo la cama, o fue todo una invención conservadora?" a la que Cicerón puso voz. La interpretación nos retrata.

Luciano Canfora, catedrático de Filología Clásica de la Universidad de Bari y otro de los grandes especialistas en el mundo clásico, apunta en La historia falsa que "el estudio de las sociedades antiguas se vuelve de inmediata actualidad. Nos ayuda a entender muchas cosas, dolorosas, de nuestro presente" regresivo. Y en un lúcido análisis del acontecer de ahora desde esa perspectiva concluye que los antiguos "pueden alimentar la consciencia y la sed de justicia de los modernos".