Aquella recta de Le Grand Fossard no revestía ningún peligro. A unas dos horas de París, el espectacular Facel Vega que conducía Michel Gallimard se estrelló contra un plátano, rebotó y se empotró contra otro árbol, el 4 de enero de 1960. Gallimard murió a los cinco días. Su mujer y su hija no sufrieron daños graves. Del perro que viajaba con ellos no hay noticias. Pero en el asiento del copiloto viajaba un hombre de 46 años que solo tres antes había recibido el Nobel de Literatura. Ese hombre se fracturó el cuello y el cráneo. Nada le gustaban los coches. Guardaba en el bolsillo el billete de vuelta para un ferrocarril que no usó. Dicen que fue el reventón fortuito de una rueda el que produjo aquel accidente inexplicable por las buenas condiciones de la calzada. Dicen que fue el KGB el que lo urdió como venganza contra un hombre tan incómodo, manchado ante los ojos totalitarios por el estigma de la rebeldía frente a la ortodoxia de estricta obediencia de Sartre. Aquel hombre tan incómodo por su verbo y por su acción se llamaba Albert Camus y había nacido hace hoy justamente cien años en Argelia.

Su madre era lavandera, menorquina, casi sorda, analfabeta. El padre había emigrado desde la metrópoli: cayó muerto en la batalla del Marne, durante la Gran Guerra. La insistencia de sus maestros para que el niño Albert continuase estudios le salvó del rigor de una infancia difícil sin cuento. Los recordó cuando obtuvo el Nobel, cuando quiso recibir la distinción "como homenaje rendido a todos los que, participando en el mismo combate, no han recibido privilegio alguno y sí, en cambio, han conocido desgracias y persecuciones". Jugó de portero al fútbol y dejó sobre el mismo una frase mil veces repetida: "Lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol, lo aprendí en el Racing Universitario de Argel". Una tuberculosis interrumpió su progresión. Se afilió al Partido Comunista, creó un grupo teatral luchador, se estableció en Francia, ejerció de periodista y se enroló en la Resistencia contra la ocupación nazi: "La guerra es la soledad infinita", escribiría. Y llegó su némesis: Jean-Paul Sartre.

Sartre era el dueño, por así decirlo, del pensamiento de izquierdas francés de entonces, prosoviético sin fisuras. La amistad de ambos se rompió a raíz de la reseña sartriana a El hombre rebelde de Camus, a los seis años de terminada la II Guerra. Con la suficiencia de quien se cree en posesión de la Verdad mayúscula, Sartre se burla en la biblia de entonces (la revista "Les Temps Modernes") de quien considera tan solo un rebelde exhibicionista de poco calado filosófico que cita "pasajes de Jaspers, Heidegger y Kierkegaard, a quienes, por cierto, no siempre parece haber entendido". La mancha había caído sobre Camus, el independiente. Tres años antes se había atrevido a escribir: "Mi papel, lo reconozco, no es el de transformar el mundo ni al hombre. No tengo suficientes virtudes ni luces para ello. Pero sí es, quizá, el de servir, desde mi puesto, a algunos valores sin los cuales un mundo, incluso transformado, no valdría la pena ser vivido, y sin los cuales un hombre, incluso un hombre nuevo, no merecería ser respetado. (...) No vivimos sólo de lucha y de odio. No morimos siempre con las armas en las manos. Hay historia y hay otra cosa, la felicidad sencilla, la pasión de las almas, la belleza natural. También ellas son raíces que la historia ignora, y Europa, por haberlas perdido, es hoy un desierto". Tales palabras rechinaban a Sartre y a los prosoviéticos. Hoy horripilan los crímenes de Stalin y da vergüenza ajena leer lo que escribía el Partido Comunista francés de entonces. Lo resume muy bien Mauricio Wiesenthal: "El viejo Sartre murió aburrido, con la boca podrida y las manos en los bolsillos del pijama, como un señorito de París, dejando una viuda asqueada y una leyenda hipócrita. Los libros de Sartre llevan nombres blasfemos, amargos y rencorosos (...). A esos centones deprimentes opuso Camus las vendimias de su espíritu libre que llevan sonantes nombres bíblicos que podrían figurar en el Pentateuco".

La segunda mancha que le cayó a Camus fue el de "escritor del absurdo", sobre todo por El extranjero. El protagonista de la novela mata porque son absurdas su vida y su entorno, pero Camus quiere avanzar, vencer el absurdo reinante. ¿Cómo, si no, entender su vibrante alocución de 1945 a los estudiantes franceses?: "No soy de los que predican la virtud; demasiados la confunden con la debilidad. Si tuviera algún derecho, les predicaría más bien la pasión. Pero quisiera que sobre uno o dos puntos, los que van a constituir la inteligencia del mañana, estén, al menos, resueltos a no ceder jamás. Quisiera que no cediesen cuando se les diga que la inteligencia está siempre de más, cuando se les pretenda probar que es lícito mentir para triunfar más fácilmente. Quisiera que no cediesen ante la astucia, ni ante la violencia, ni ante la abulia. (...) En una nación libre y apasionada por la verdad, (que) el hombre vuelva a sentir ese amor por el hombre sin el cual el mundo sólo sería una inmensa soledad".

En aquella recta murió un hombre que siempre tuvo la impresión "de vivir en alta mar, amenazado". Joven aún, rebelde siempre, vigente ahora mismo.

Bibliografía