Hay buenas sesiones de ópera, pasables, horrendas, magníficas, completas, unas en las que destacan más unos parámetros que otros, pero lo que se dice históricas, de ésas que permanecen largo tiempo en la memoria, como un oasis de belleza y perfección, ésas ya escasean más.

Gerard Mortier planteó en este arranque de temporada en el Real de Madrid una reflexión sobre la conquista española de las Indias. La primera entrega tuvo como referencia La conquista de México de Wolfgang Rihn y en la segunda entrega, retrocediendo hasta la creatividad del siglo XVII, acabó consiguiendo similares, si no aún mayores, parámetros de modernidad con la puesta en escena de The Indian Queen, la semiópera de Henry Purcell, a la que el director de escena, Peter Sellars, ha dado la vuelta hasta conseguir un espectáculo novedoso y, casi diría, revolucionario, que toma como punto de partida la hermosa partitura de Purcell para llegar a una síntesis esclarecedora, emocionante hasta el límite, del choque entre dos mundos. Sellars crea un universo, un caudaloso río en el que la historia fluye incesante, desgranando cada número hasta completar un puzle en el que las piezas encajan a la perfección entre sí. Añade algún pasaje de otras obras del compositor inglés y arma la trama general con textos de la escritora nicaragüense Rosario Aguilar que sirven como hilo conductor de la historia.

Todo ello se articula sobre unos telones pintados por el artista norteamericano Gronk que son pura poesía, un verdadero derroche de belleza para los sentidos, sutilmente iluminados y que sirven para dibujar un espacio metafórico en el que realidad y sueño se confunden en una suerte de realismo mágico que acaba siendo embriagador. Precisamente el gran acierto de este monumental trabajo de Sellars está la perfección de cada factor en la búsqueda del bien común de la obra. No hay nada en escena que no sume, y de esa implicación colectiva nace una obra maestra, referencia de la forma de ver y entender la ópera que ya es del siglo XXI y da esperanzas sobre el futuro de un género que sigue teniendo en la confluencia de diversas disciplinas artísticas su razón de ser, en ese concepto wagneriano de la obra total.

El éxito obtenido fue espectacular y los espectadores jalearon con intensas ovaciones en pie a todos los intérpretes, obteniendo Sellars y el responsable musical de la velada, un Teodor Currentzis en estado de gracia, las mayores ovaciones. Al frente del Coro y Orquesta de la Ópera de Perm (Musica Aeterna) demostró cómo acercarse a este repertorio con sentido melódico y garra expresiva, que cuesta demasiado ver en un mundo que da la impresión que sólo pudiese abordarse desde el contraste y cuanto más virulento mejor. La coreografía refinada y esteticista, de trazo vanguardista e inspiración histórica por momentos, de Christopher Williams, o el vestuario de perfil actual de Dunya Ramicova contribuían a buscar una actualidad que se tornaba atemporal. Y el elenco de cantantes -desde el fascinante contratenor Vince Yi, pasando por Julia Bullock, Nadine Koutcher, Noah Stewart o Markus Brutscher, entre otros-, así como la impresionante actriz y cantante Maritxell Carrero dieron lo mejor de sí, y esa energía llegaba viva e inundaba la platea con fuerza desmedida.

De la mezcla, además de la confrontación, nació un nuevo mundo, y Sellars se las ingenió para difuminar espacios físicos y temporales, para acercar a nosotros la historia a la vez que dejaba intacto su concepto primigenio. De esa fusión, la velada cogió otro vuelo, todo adquirió la esencialidad de lo magistral, llevada en volandas por esa música inabarcable que nos hace amar musicalmente a Purcell, junto a Bach y Haendel, sobre todas las cosas.