De la misma generación que Ian McEwan o Martin Amis, Graham Swift (Londres, 1949) queda ensombrecido, al menos fuera de su ámbito cultural de origen, por esos nombres que marcan el último medio siglo de las letras inglesas. Quizá por ello, sus novelas no alcazan el grado de acontecimiento que adquiere cada nuevo libro de esos coetáneos suyos. Y ello pese a la popularidad ganada con El país del agua (1983) -llevada al cine con Jeremy Irons como protagonista- o la magnífica Últimos tragos, con la que obtuvo el premio Booker en 1996.

Desde esa falsa apariencia de estar en segunda fila, Swift factura libros de gran destreza narrativa, con una riqueza de planos que van de lo histórico a lo íntimo, sin que el mecanismo chirríe en ningún momento y en torno a asuntos constantes como el asfixiante peso de la familia y la tradición, la culpa o el pecado largamente oculto que rompe una vida fingida al hacerse público. Todo eso se encuentra también en Ojalá estuvieras aquí, su novela más reciente.

La crisis de las vacas locas, a mediados de los noventa del siglo pasado, y la guerra de Irak, en los primeros años de éste, marcan las coordenadas de la historia de Jack Luxton. Heredero de una granja en Devon, sustento de sus ancestros desde tiempos que escapan a la memoria, la enfermedad que obliga a sacrificar el ganado lo ha convertido en el último de una larga estirpe. En los humanos, el mal bovino toma la forma de una enfermedad silente, repentina y devastadora, características que coinciden con el peso que el protagonista lleva sobre sí, atado por los atavismos de la tierra y la sangre, que sólo encuentran alivio en la disposición de su mujer Ellie a buscar una vida más llevadera, a romper los vínculos que estrangulan la existencia de Jack. El mal de Luxton, del que creía haberse librado cambiando de paisaje, aflora con toda la violencia de lo muy larvado durante el viaje que realiza para recoger el cuerpo de su hermano, un soldado muerto en Irak, y devolverlo al lugar del que huyó para librarse de una herencia plúmbea.

En Ojalá estuvieras aquí, hay muchos ecos de El país del agua y de Últimos tragos. Pero además, Swift se abre a un nuevo paisaje de amplias praderías, granjas aisladas y un círculo de gente ruda y asocial, en el que las mujeres encarnan la fortaleza auténtica, un mundo en aparente equilibrio con la naturaleza roto por la vulneración del tabú de no comernos a nuestros semejantes. Norma que rompen tanto los padres que devoran la vida de sus propios hijos como las vacas alimentadas con los despojos de sus congéneres.