Si hay un título operístico que aguanta bien hasta los planteamientos escénicos más disparatados este es "L'elisir d'amore", de Gaetano Donizetti. La trama cómica, teñida de algún que otro pasaje melancólico, permite dar rienda suelta a la imaginación, aunque las licencias no siempre funcionan como a priori se pudiera pensar.

El teatro Real ofrece en el mes de diciembre la ópera de Donizetti con varios repartos, algunos de ellos con nombres de mucho postín y una puesta en escena firmada por Damiano Michieletto. El director de escena italiano, del que he visto anteriormente proyectos arriesgados y muy interesantes, acierta con la idea de partida del "Elisir", pero naufraga, y de manera rotunda, en el desarrollo de la misma. Una más que poblada playa mediterránea en pleno verano es el marco de la acción. Para dar sensación de caos y desenfreno, Michieletto abigarra el escenario de forma obsesiva y casi mareante: chulos y macarras de playa, busconas, gimnastas y demás fauna en biquini y braga náutica conviven, se ejercitan y broncean con profusión de carne y alegría estival. Toboganes hinchables y el inevitable chiringuito de Adina son puntos del desarrollo de una trama que busca enfatizar el humor de la obra y darle una perspectiva horterilla y chabacana. Lo consigue a base de forzar las situaciones hasta el absurdo, con una perspectiva un tanto naif que acaba por resultar un despropósito. Es una pena porque se percibe un trabajo actoral muy intenso y bien pautado. Un esfuerzo ingente para un resultado que roza la nadería.

A la función del día de la Inmaculada le costó despegar, y ¡de qué modo! Desde el foso Vicente Alberola dirigió con aseada corrección la partitura, pero sin mayores ambiciones. Trabajó bien en lo que se refiere a la concertación con el reparto, aunque alguno de ellos dejó ver una bisoñez evidente para afrontar sus respectivos roles con garantías.

La que mejor parada salió de la velada fue la soprano Eleonora Buratto en su debut como Adina. Comenzó la sesión un tanto destemplada, pero enderezó el rumbo en un segundo acto magnífico, a la medida de una cantante de fuste y enormes posibilidades de desarrollo. A su lado quedó un tanto en segundo plano el Nemorino de Antonio Poli. La voz del tenor italiano deja ver un bello timbre y facilidad en el agudo, pero es endeble hasta lo indecible en el grave. Tiene capacidad para llegar al público, es un muy buen artista al que aún le falta recorrido técnico para conseguir una emisión homogénea. Bien el Belcore de Fabio Maria Capitanucci, uno de los barítonos en alza del momento, y desconcertante el Dulcamara de Erwin Schrott. El bajo-barítono uruguayo es un cantante de referencia en nuestro tiempo, lo cual no quita que su Dulcamara deje mucho que desear. Desde el punto de vista vocal roza lo irrelevante, aunque consigue meterse al público en el bolsillo con una actuación francamente divertida. Vaya uno por lo otro. La correcta Giannetta de Ruth Rosique cerró un reparto que se movió en parámetros discretos y en el que la irregularidad fue la nota predominante. Eso sí, los asistentes quedaron satisfechos, puesto que las ovaciones finales fueron intensas y abundantes. ¡Será que ya no estoy para estos trotes!