El haiku, la estrofa-poema japonesa de solo diecisiete sílabas que alguien ha definido como el soneto de los haraganes -y que quizá sería mejor calificar como el soneto de los contemplativos-, es algo más que una composición poética: una visión del mundo.

En lengua española se comenzó a cultivar a finales del modernismo y tuvo una primera moda en los años veinte, coincidiendo con el auge de las vanguardias. Ni Juan Ramón Jiménez ni Antonio Machado ("Junto al agua negra, / olor de mar y jazmines. / Noche malagueña") fueron inmunes a ella, pero la interpretaron aproximándola a la poesía popular española. Otros poetas, siguiendo la moda del momento, la confundieron con la greguería. Y algo en común tienen haikus y greguerías, ciertamente, pero no el rebuscado ingenio, sino la mirada desprejuiciada e ingenua sobre la realidad.

La moda del haiku ha vuelto a cobrar fuerza en las últimas décadas, unida a la de otro género breve, el microrrelato, y a ambas les ha dado impulso la existencia de Internet, que permite grupos de aficionados al margen de la distancia y el contacto personal.

En una página web, El rincón del haiku, se encuentra el origen Un viejo estanque, que a pesar de subtitularse "antología del haiku contemporáneo en español", tiene tanto de centón como de antología. En esa página surgió la idea, de ella proceden muchos de los textos seleccionados, escritos tanto por poetas "profesionales" -digámoslo así- como por aficionados. Es muy probable que el lector de poesía, incluso el buen conocedor de la poesía contemporánea, no haya oído nunca nombrar a la mayoría de los autores antologados, casi un centenar y medio. Algunos nombres sí que le resultarán familiares -Luis Antonio de Villena, Jenaro Talens, Andrés Trapiello-, pero las muestras que de ellos se nos ofrecen no destacan especialmente en el conjunto. Y echamos en falta a algún brillante cultivador del haiku, a la par que de las estrofas tradicionales, Luis Alberto de Cuenca.

En ningún otro género poético sería posible una antología como esta, llena de nombres desconocidos y de piezas memorables. Los cultivadores del haiku parecen jugar en una liga especial a la del resto de los poetas. Algunos de ellos solo han escrito, o solo han publicado, haikus, como es el caso de Emilio Gavilanes, de quien acaba de aparecer su segundo libro, El gran silencio, en la misma colección que publica Un viejo estanque. Abundan en ese libro los haikus memorables: "Se rompió el hilo. / Cada vez más lejanos / cometa y niño", "En la hoja seca / que arrastra el río / viaja una hormiga".

El haiku, debido a su brevedad, tiende a ser impersonal, intercambiable entre un poeta y otro. Los mejores haikus tienen algo de "art trouvé", de objeto encontrado, parece que se han escrito solos, que son obra del azar. Y ciertamente el azar combinatorio, la escritura automática, pueden ofrecer hallazgos sorprendentes. Los haikus dan la impresión de que se escriben solos, como las buenas instantáneas se hacen en un abrir y cerrar de ojos.

Y es que los haikus, como todas las obras literarias, pero ellos muy especialmente, requieren la colaboración con el lector. Una colaboración tan grande que incluso puede llegar a decirse que es el lector el verdadero autor. Por eso para muchos lectores, incapaces de ver más allá de unas pocas palabras, a menudo las mismas, una colección de haikus no pasa de un amontonamiento de naderías.

Y no es que falten las naderías, las trivialidades, en cualquier colección de haikus. No escasean, ciertamente, en Un viejo estanque, a veces firmadas por poetas conocidos.

Al lector le corresponde hacer su antología en este nutrida recopilación de más de medio millar de mínimos poemas. Conviene prescindir, al menos en un primer momento de los nombres. Hojear acá y allá hasta dar con el milagro, y luego dejarle su tiempo, no anular de inmediato ese deslumbramiento con otros: "Apenas nada, / ese jirón de niebla / desvaneciéndose", "Para el aroma / nocturno del jazmín / no hay alambradas", "Aire de haiku / la luna tras las ramas / le da a la tarde", "Un perro pisa / la luna y la deshace. / Charco de lluvia".

La luna, la nieve, la lluvia, las mariposas son protagonistas habituales de los haikus, pero cualquier aspecto de la realidad cotidiana, para el que sabe mirar, para el que sabe escuchar los silencios, puede convertirse en haiku: "En el café / el espejo y la anciana / ya no se miran", "De la mesa del pobre / caen unas migas, / festín de hormigas", "Pinta en el coche / sucio de su vecina / un corazón".

En una primera lectura los haikus parecen intercambiables de un autor a otro (y en muchos casos así es: representan menos una personalidad que una tradición), pero una lectura más atenta nos permite ir distinguiendo estilos, formas de ver el mundo. Los de Jesús Aguado recrean el mundo de la India, que conoce bien: "Hilan los saris / en la calle con cerdos. / Basura y seda". Andrés Newman le da a los suyos una atmósfera urbana, y en los mejores acierta a enlazar con los tradicionales: "Persecución. / En el retrovisor / la luna llena". Susana Benet, antóloga que no ha querido (en contra de la mala costumbre habitual) antologarse a sí misma, prefiere tomar como tema la doméstica cotidianidad: "Pelo patatas. / Del día solo quedan / mondas de hastío".

Un libro para leer sin prisa, para leerlo una y otra vez sin terminar de leerlo nunca, en el que están muy cerca la nadería y la sorpresa, la trivialidad y el milagro. Tan cerca, que a veces es el mismo poema el que brilla o se apaga según el estado de ánimo del lector. El haiku ya lo hemos dicho es algo más que un género poético. Es un estado de ánimo, una visión del mundo y, además, conviene advertirlo, resulta sumamente contagioso. Será raro el lector que no acabe anotando un haiku propio en los márgenes de Un viejo estanque. Y quien hace un haiku hace un ciento.