En el verano de 1914 el sonido dulce y armónico del carillón del recuerdo dio paso al estruendo de los cañones de agosto. La Belle Époque exhaló los últimos suspiros y los campos de batalla de Europa se convirtieron en sucursales del infierno. Un año más tarde, cuando los soldados de las fuerzas aliadas y de los imperios centrales se desangraban en el frente de la Gran Guerra, Agustí Calvet (1887-1964), más conocido por el seudónimo Gaziel, viajó como enviado especial de su periódico, "La Vanguardia", al polvorín de los Balcanes. La serie de artículos publicados y que ahora recoge en un volumen, De París a Monastir, Libros del Asteroide, es un compendio de periodismo: abarca desde la crónica hasta las entrevistas y se traduce finalmente en una suma del gran reportaje que ya ha dejado de existir en parte gracias al famoso cambio tecnológico, en parte por la crisis que sacude a los editores y las rotativas.

El periodista catalán emprende el viaje en octubre de 1915 sin saber lo que le espera. El destino probable es Monastir, la actual Bitola de la República de Macedonia, que se encuentra atravesando horas dramáticas debido a la ocupación de Serbia. Los Balcanes son un misterio, una tierra ignota para los occidentales, sólo Rebecca West penetraría con su aguda mirada de viajera en aquel mundo inextricable de odios viscerales y pasiones enfrentadas. Los eslavos del Sur se han convertido para los germanos en la representación del mal. El alto mando aliado, obligado a ayudar a los serbios ante los ataques de alemanes, austrohúngaros y búlgaros, se había establecido en Salónica, con lo que la neutralidad griega quedaba en entredicho, provocando, a la vez, un conflicto interno de consecuencias imprevisibles. El rey Constantino I, germanófilo, forzaba la destitución del primer ministro, el cretense Eleftherios Venizelos, partidario de Inglaterra y Francia, y como el propio cronista escribe "un hombre incapaz de rendirse a nadie, y mucho menos a la voluntad arbritraria de un monarca de estirpe extranjera".

Gaziel inicia su accidentado periplo que le lleva de Italia al Peloponeso. Acompaña sus coloristas descripciones locales de lecciones de la historia que escucha de aquellos que le salen al paso. El periodista sitúa desde el primer momento al lector en el contexto para que pueda entender las claves de un conflicto que se escapa de la comprensión general. Los Balcanes, ya digo, se habían convertido en un misterio indescifrable para las potencias. Todo lo que allí se cocía acabaría por dispararse en la turbulencia que posteriormente, ya muy avanzado el siglo, seguiría a la muerte de Tito con la descomposición de la antigua Yugoslavia.

El autor de De París a Monastir va colocando una a una las piezas del relato que "La Vanguardia" publicaría por entregas desde noviembre de 1915 hasta marzo de 1916. Antes Gaziel había escrito El otoño en París, una serie de tres artículos en los que trataba de tomarle el pulso a la Ciudad Luz tras una de las ofensivas del Ejército francés. Pero fue el otro extremo de Europa, con la retirada de las tropas serbias frente a la pinza imperial, en la que colaboraron activamente los búlgaros, el que devolvió la inquietud y la atención de los observadores de la guerra al polvorín balcánico ante la posibilidad de una resolución del conflicto.

La causas y el análisis de la actualidad pasean por las páginas del libro de Gaziel, pero es la mirada humana del periodista la que ofrece los mejores resultados literarios de la narración. Es ahí donde la crónica alcanza el clímax descriptivo de los mejores reporteros. No hay esperanza para el Ejército derrotado. Olvidados por los aliados, los serbios beben sus propias lágrimas esperando que alguien les ayude a regresar a casa. La amenaza de los búlgaros se cierne sobre ellos.

La guerra es un fracaso de la política y cuando estalla nada de ella contribuye a aliviar sus devastadores efectos. La tragedia de los refugiados serbios describe perfectamente esta concatenación dramática en la crónica de Gaziel. Sólo Venizelos se había apresurado a socorrerlos y embestir a los búlgaros cuando Constantino I le paró los pies para evitar el riesgo de que éstos llegasen hasta Atenas. En la capital helena, el corresponsal percibe cómo la Grecia moderna se ha tragado a Aquiles, el guerrero impulsivo; a Agamenón, el líder del pueblo, y a Pericles, el político hábil; sólo queda Ulises, el aventurero indomable y astuto. Y únicamente un griego puede hacerse acreedor de todas las viejas virtudes: el primer ministro, al que el periodista visita aun con la imagen forjada del sueño del héroe. Venizelos no le decepciona. Su audacia, la franqueza que exhibe al exponerle la situación del país, lo aleja del arquetipo político europeo. El viejo caudillo emerge, como lo hacía frente a los puñales turcos, con el coraje del palikari. Se indigna por la hostilidad del monarca contra él e incluso reprocha a sus adversarios políticos que no sean tan decididos en su germanofilia como él lo es en defensa de los aliados.

Un magnífica crónica de la guerra digna del mejor reporterismo.