Más allá de algunos posicionamientos intelectuales, España no vivió la Primera Guerra Mundial como un trauma propio, sino más bien como una oportunidad de crecimiento comercial, y precisamente por eso resulta extraño un libro como Piedras negras, de Jesús Zomeño (Alcaraz, Albacete, 1964), alguien que ha leído tanto y tan variado sobre la contienda que parece tenerla interiorizada hasta el punto de ser capaz de elaborar un fresco totalizador en poco más de ciento cincuenta páginas.

Por temática, el libro es un díptico con una envidiable y muy trabajada unidad estilística. La primera parte, "Metralla de cuerpos celestes", es una sucesión de redondeados, esmerilados, pulidos relatos donde se pasa revista a la experiencia física de la guerra, con sus trincheras, sus mojaduras, sus dedos congelados, sus uñas rotas, su lucha cuerpo a cuerpo, sus paquetes de casa, sus heridos, sus hospitales, sus muertos y sus trastornados supervivientes. La Gran Guerra, como se la llamó hasta que la Segunda Guerra Mundial la dejó pequeña, supuso el fin de esa edad de la inocencia que con tanto detallismo había descrito Edith Wharton. Hasta entonces la humanidad había vivido otras guerras, algunas que duraron treinta años, otras cien, pero en ninguna se había puesto de manifiesto la capacidad de destrucción masiva que demostraron los gases químicos y las trincheras. "La Muerte tiene resquicios por los que se pierde la belleza y caen los objetos más absurdos de los muertos", nos dice el narrador del relato titulado "El coleccionista", quien nos hace entender que, al contrario de lo que se suele creer, lo propio de la guerra no son los grandes acontecimientos, sino los pequeños fragmentos de vida intrascendente que simbolizan esos objetos que él les arrebata a los muertos.

La segunda parte del libro, titulada "Mapas, 1916", nos arranca del frente para hacernos viajar por algunas de las principales ciudades europeas, pero no por ello abandonamos el clima de poética violencia en que estábamos inmersos. Ese hombre que escupe tres veces a lo largo de su vida en la misma esquina de Lisboa -dos al caerse y romperse un diente, otra justo antes de matar a un hombre- nos habla tan hondamente de las miserias de la condición humana como el hijo de Jack el Destripador que protagoniza el relato "Whitechapel (Somme, 1 de julio de 1916)", en el que en mitad del campo de batalla, viendo a un compañero con el vientre desgarrado y las tripas llegándole hasta el suelo, le pregunta si le duele mientras se las pisa.

"Nadie se hace ilusiones. No tiene sentido, ningún sentido, imaginarse las horas venideras o la mañana siguiente", manifestaba en la novela antibelicista Parte de guerra el escritor y excombatiente alemán Joachim Edlef Köppen. De este tipo de literatura, a lo Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, o incluso de películas como Johnny cogió su fusil, de Dalton Trumbo, bebe mucho Jesús Zomeño para construir este magnífico díptico que por sensibilidad, sabiduría y desgarrado lirismo está a la altura, técnica y temáticamente, de cualquier gran obra sobre la Primera Guerra Mundial, pero si tuviéramos que emparentar Piedras negras diríamos que está cerca de Compañía K, la apabullante novela de William March.