En los últimos días me han preguntado, a la salida de varios conciertos, las claves de la alta calidad de algunas de las formaciones rusas que nos visitan habitualmente. El público se sorprende del buen nivel general de estos intérpretes tanto en ballet como en música clásica y otras disciplinas artísticas. No hay ninguna varita mágica ni milagros extraños en esta realidad. El talento es universal: España también ha dado y da excelentes músicos, aunque no se logre un soporte medio de calidad contrastable, y ahí está la realidad de nuestras formaciones sinfónicas, que salvo en cuatro o cinco casos giran por el exterior alquilando los recintos en los que actúan y no participando en ciclos de conciertos de prestigio.

En países como Rusia la formación de los artistas se asienta en un sistema educativo que funciona muy bien articulado desde hace décadas y que, además, tiene un elemento clave inexistente en nuestro país: el de la continuidad. Es decir, las infraestructuras culturales que venían de la Rusia zarista se mantuvieron, e incluso se incrementaron, en la época de la Unión Soviética. De hecho, en la dictadura comunista la música clásica y el ballet se emplearon como grandes embajadores del régimen y sus presuntas bondades en el exterior. Posteriormente, con la llegada de la democracia, en formato peculiar, eso sí, los gobiernos no sólo han mantenido las instituciones culturales, sino que los recursos se han visto incrementados. El mejor ejemplo es el nuevo Mariinsky impulsado por Valery Gérgiev en San Petersburgo, que ha dotado a la ciudad rusa de una de las plataformas líricas y de ballet más importantes del mundo.

Como contraste, en nuestro país las enseñanzas artísticas llevan demasiado tiempo siendo un desastre y, con sucesivos gobiernos, se ha ido perdiendo cada vez más. Sirva de ejemplo la incapacidad de los políticos para conseguir que los profesores de los conservatorios puedan articular una vida profesional activa en la interpretación sin por ello dañar lo primordial, que es el derecho de los alumnos a recibir una enseñanza reglada y en las condiciones necesarias. La calidad del sistema es clave, y si en el resto del mundo se han encontrado fórmulas y aquí no, indudablemente algo se está haciendo mal. Aparte está el problema de la disciplina, con un sistema que tenga la capacidad de captar el talento desde la infancia y encauzarlo de la manera más adecuada. Que los talentos emergentes puedan disfrutar sin barreras económicas de una enseñanza interpretativa del máximo nivel posible debiera ser una prioridad, y no lo es. El problema real es el de la incapacidad de los legisladores, o sea, los políticos, para tomar medidas al respecto. No es nada raro que esto suceda. La mayoría de la clase política española, salvo honrosas excepciones, roza el analfabetismo en el ámbito musical. Esa ignorancia, con la lógica osadía que va aparejada, lleva a la instauración de leyes ineficaces en este ámbito, y esta falta de sensibilidad en el área propicia que la situación se deteriore, de manera progresiva, hasta un punto de difícil retorno.

Además, debemos tener en cuenta que en vez de impulsar el talento y la excelencia lo que se fomenta es una nivelación a la baja. La propia mediocridad de quienes gobiernan, y también de muchos de los que están al frente de los grandes medios de comunicación, exige que ellos sean punto de medida y que el resto quede por debajo. Con lo cual lo que más se potencia es la mediocridad y el servilismo, frente al trabajo bien hecho.