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La literatura, sombra de la historia

La narrativa de Marcelino Iglesias

Al inicio de este otoño de 2015 la editorial ovetense KRK ha sacado a la luz la novela Quien sombra dice, título que se añade a La sombra de Larra (1996), La sombra del tren (2002), y Destellos en la sombra (2006). Su autor, Marcelino Iglesias Suárez, puede sentirse satisfecho de haber visto publicada, por fin, una obra que sus lectores esperábamos después de haber disfrutado con Ligeros de equipaje (II premio de Novela Ciudad de Noega, publicada en 2010 por Septem ediciones).

He sido compañero del autor en el Instituto "Ramón Pérez de Ayala". Guardo muy buen recuerdo de algunas sesiones compartidas por ambos con estudiantes de Ventanielles en el bachillerato nocturno, durante la década de 1980 en determinadas clases, él profesor de Literatura y yo profesor de Historia. Desde entonces, disfruto de poder conversar con un amigo del que me separan algunas diferencias en perspectivas sobre episodios trágicos de un pasado que ninguno de los dos vivió. Esas diferencias de puntos de vista quizás estuvieran motivadas porque entendíamos de manera opuesta quiénes eran los buenos o los malos en los relatos que escuchábamos durante nuestra infancia de personas muy queridas. Pero jamás han supuesto una quiebra en el afecto y el respeto que mantenemos, porque creo que esas divergencias están muy por debajo de asuntos de mayor entidad.

Quizá algún lector pueda sorprenderse por la reiteración en los títulos citados de la palabra sombra, una imagen que evoca la conocida sentencia de Stendhal, "una novela es un espejo que se pasea a lo largo de un camino". La sombra como reflejo de la realidad ya se percibía en los títulos anteriores. Ahora Marcelino Iglesias explicita la relación entre ficción y recuerdo del pasado, acaso entre literatura e historia, en el segundo de los tres lemas o epígrafes de su última novela: "Verdad dice quien sombra dice", un verso de Paul Celan. La reiteración en el uso de la imagen de la sombra adquiere tonos poéticos a lo largo del relato. Por ejemplo, cuando dice Fabián, uno de los niños que salió desde el puerto de Gijón para Rusia, durante el trayecto en tren de Leningrado a Moscú: "La maestra dijo por decir, por subrayar la evidencia: Qué frío, y aún estamos en otoño. Y él, tras pausa y un silencio, la miró de frente, sentenció como quien no quiere la cosa, como si tal enunciado fuera de los más normal: Hace un frío que congelaría hasta la sombra si esta se descuida. Y se quedaron en silencio, pero aprecié cómo ella, la Maestra Guapa como la llamábamos, sonreía complacida y miraba al niño de reojo, lo examinaba escrutadora"

Insisto en que el fondo poético de dicha imagen se encuentra a lo largo de toda la novela, de manera que el conjunto de la narración está impregnado por un alto grado de ternura y armonía capaces de otorgar placer estético al lector. El interés por dar cuenta del pasado, por ser testimonio de los perdedores, de quienes durante mucho tiempo no podían hacer público el dolor por sus muertos, es algo parecido a una sombra del conocimiento histórico. Hay una explicitación nítida de la relación entre literatura e historia en el extenso fragmento de un párrafo que vale la pena repetir, porque es difícil superar el auténtico significado de sus frases o palabras: "lo que pretende su primo Marcel es, más que un relato histórico, una novela que cuente sobre esa parcela de nuestra historia. Y me parece lícito, no vaya a creer que voy a hacer melindres y a poner pucheros: normalmente se ajusta más a la vida, se parece más a lo vivido cómo lo refiere la novela que como lo relata la Historia, en el sentido convencional que damos a estos términos. Además, la pretensión, sea luego cual sea el punto de vista que adopte, sean cuales sean los ingredientes de ficción con que después en la escritura opere, no se apartan ni un ápice de qué sea la novela, la novela como género, quiero decir, como género proteico rocordando a Baroja".

Entiendo que es más comprensible un cierto grado de maniqueismo en una novela que en un artículo o libro, considerados como pertenecientes al método seguido por el historiador para avanzar hacia el conocimiento del pasado. Quizá las divergencias mencionadas como fruto de versiones distintas sobre bondad y maldad -según entendimos en nuestras respectivas infancias-, entre Marcelino Iglesia y el autor de este comentario, tengan que ver con el desagrado inicial que sentí al leer determinadas referencias a la llamada ley de la memoria histórica. Por ejemplo: "esa estela de huesos, cuya exhumación tanto molesta a los descendientes de los vencedores, que impiden con sus votos que recuperemos sus huesos y que les pongamos nombres y que su memoria nos permita morir tranquilos. Y de nuevo ha comenzado la cruzada, su cruzada: empeñados ellos en revisar la historia a conveniencia". Creo que hubo y hay muchas memorias selectivas, o mejor olvidadizas de los errores propios para incidir en la barbarie ajena, mayor en los vencedores, pero en absoluto desdeñable en los vencidos. Y supongo que habrá muchas personas como yo que no aceptamos ser considerados "descendientes de los vencedores" de una guerra generadora de sufrimientos y de odios que considerábamos superados, sobre todo a partir de lo que juzgo fue un éxito de la Transición. Hay una izquierda "oficialista" y "políticamente correcta" que parece interesada en revisar la historia a su conveniencia, aunque tenga motivos para defender unas convicciones que no debieran suponer pasos atrás en nuestra historia. Persisten maniqueismos conforme a los clichés dominantes en nuestro tiempo sobre determinados modos de ver la Segunda República y la Guerra Civil.

Hombres buenos es el título de la última novela de Arturo Pérez Reverte, donde evoca el tiempo preliminar a la Revolución Francesa y, en buena medida, a la primera de las tragedias con las que se inicia la Historia Contemporánea de España. Es obvio que los hombres buenos de Reverte son los dos numerarios de la Real Academia Española que cumplen la misión de comprar en París la primera edición de L'Enciclopédie. Esos hombres buenos son dos, el bibliotecario Hermógenes Molina y el almirante Pedro de Zárate; la bondad del segundo alcanza la categoría de excelencia, porque Reverte no se corta un ápice en su admiración por el marino. Los malos también son otros dos académicos, unidas las extremas derecha e izquierda por una causa común y lamentable. Omitiré calificar la bondad o maldad del mercenario al servicio de los académicos malos, o la actitud del abate Bringas, un radical que acabaría guillotinado como su admirado Marat.

Dejemos asuntos seguramente considerados incorrectos por los posibles lectores de esta reseña, concebida con el deseo de ganar lectores para Quien sombre dice. La novela está aderezada con sal y pimienta cuando cuenta los amores de Marcel y Ariadna o de El Desplazado y Celeste, relaciones muy distintas pero coincidentes en que ambas quedaron frustradas. El autor evoca el cuadro de Courbet El origen del mundo como inicio de todas las biografías humanas, cuyo fin está representado en una pintura más conocida o difundida, el Entierro en Ornans, considerada como origen del estilo realista en la Historia del Arte.

Creo en la existencia de hadas capaces de tocar con su varita mágica determinadas creaciones humanas (una novela, una poesía, una pintura, una película?), a fin de que obtengan éxito de público y de crítica. ¿Sería capaz alguna de las tres muñecas de la matrioshka que figura en la ilustración de la cubierta del libro, según el dibujo de Pedro López Llorente, de transformarse en una de esas hadas que ponga su varita mágica sobre esta novela de Marcelino Iglesias?

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