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Las virtudes de la prosa

Miguel Casado publica El sentimiento de la vista, su primer libro de poemas en once años

Las virtudes de la prosa

El "deseo de realidad" preside la obra de Miguel Casado (1954) desde su primer poemario, Invernales (1985). Y aunque pueda parecer que la textura objetual de sus poemas apenas se ha modificado en estos treinta años, su escritura ha ido registrando importantes cambios, tanto más notables cuanto que se trata de un producto tan consolidado en su actitud de despojamiento y depuración -en su voluntad de permanecer fiel a los detalles y a la presentación- que hace de los cambios proezas difíciles de ejecutar. Así, y por hablar de los más recientes, Tienda de fieltro (2004) supuso la introducción en su poesía de textos más expansivos, fruto de una conciencia que por fin se atrevía a reflexionar en alto y se dejaba oír entre yuxtaposiciones de citas cultas y voces captadas al azar en la calle. (La frialdad de la presentación, aquí, accedía a ser compensada con cierto énfasis.) Once años después, El sentimiento de la vista trae consigo otro cambio, quizá uno de los últimos que Casado pueda operar en una poesía tan acendrada como la suya, y metaboliza la reflexión por medio de un cuidadoso proceso de selección y concentración que vuelve a dejar espacio libre al pensamiento, aunque a veces se disfrace de mero apunte visual, de ocurrencia sugerida, por asociación, por los acontecimientos. Así, en el poema subtitulado, entre paréntesis, "Syntagma": "Una figura mínima / se acerca corriendo a la cámara, / lanza algo con un gesto / brusco de los brazos y vuelve / a irse deprisa. Tiene / en su agilidad el aire / de una pintura neolítica. / Algunas luces parecen hogueras, / por el movimiento".

Hablo de presentación, selección, intensidad (énfasis) y concentración, a sabiendas de que son nociones que se emplean más a menudo en la crítica de la prosa que en la del verso. (Algo que Casado, uno de los mejores críticos españoles de poesía, sabe muy bien.) Pero ante una escritura que, como la suya, se conjura tan disciplinadamente para rehuir los vicios poéticos más contagiosos (inexactitud, fraseo inane, fingimiento), resulta conveniente recordar aquella vieja máxima poundiana que incitaba a los poetas a escribir para merecer las virtudes de la prosa. Pues justo eso hace Casado en este libro, donde definitivamente conquista el difícil equilibrio que su poesía exige que se le procure: entre la exactitud de la presentación y el despliegue (gracias a las otras tres virtudes) del pensamiento. Que esta compleja operación se realice no a través de un auténtico despliegue, de un despliegue visible, como ocurría en algunos poemas de su libro anterior, sino mediante un proceso de aleación, no alcanzable en laboratorio, entre la materia percibida y la materia que la percepción pone en marcha, entre la conciencia refleja y la conciencia reflexiva, indica que estamos ante un trabajo de verdadera altura poética.

El lector hallará aquí poemas sugeridos por viajes, personas, objetos y situaciones; hasta un poema de amor, proclamado como tal, hay; pero sea cual sea el asunto y el abordaje, sienta el autor desconcierto o satisfacción ante lo que su ojo registra y su pensamiento intenta comprender, quien lee siempre termina tropezando con la misma mirada extrañada, que encuentra en el propio gesto de anotar el motivo de su alejamiento de las cosas que quisiera sentir más próximas: "No acabo de entender / esta escritura: fluye / como una conversación solitaria / que no consigue explicar apenas / lo que sé" (pág. 69).

Lo que sabe gracias a lo que ve, pues el "deseo de realidad", insaciable en el poeta vallisoletano, proscribe no sólo el uso de palabras superfluas y ritmos preconcebidos -los bruscos encabalgamientos le ayudan no poco en esta tarea-, sino también toda actividad de la mente que no esté sujeta previamente al mecanismo de la mirada: "Con la cámara fija estuve / sin notar las horas; desde lo alto / de un hotel cabezas, circuitos / pronto familiares" ("Tahrir", pág. 57). Eso sí, una vez encendida la cámara e iniciado el registro de las imágenes, comienza, en simultáneo, otro proceso, pero analítico, no notarial; puede entonces la poesía virar con naturalidad hacia lo político, pues ya dispone, para lograr sus objetivos, de luz y taquígrafos. Un ejemplo de esta práctica lo tenemos en el poema que empieza (pág. 25): "Ahora, sin la revolución, / es imposible", donde, tras detectar "un silencio parecido a la resignación", se reconoce "solo registrando / lo que pasa por los ojos del mal / espectador, el que integra en el objeto / sus emociones", y como con la sensación, cuando piensa "a menudo en qué hacer", de tener "pendiente / la solución de un juego de palabras, una idea / que estuviera en la punta de la lengua".

Este comentario de la crisis económica y sus efectos (letargo, inacción) tiene un hermano gemelo en el poema subtitulado "Tian'anmén" (pág. 87), pues en ambos se da el poeta la misma oportunidad de constatar que los cambios no nacen de las certezas, ni siquiera de las dudas, sino de la vecindad con lo perplejo y lo irresoluto: "Sentada la multitud, / no sé si hace historia; (?) / pero ese ejercicio de sumar plazas / y fracasos parece al menos una forma / de las que elige el pensamiento / para hacerse a sí mismo".

No otra es la tarea que Miguel Casado se encomienda: registrar y pensar para comprender por qué lo pensado (la realidad) "se parece a una grieta" ante la que quien escribe padece siempre un "vacío disuasorio / a que no alcanza oficio". Quedan, entonces, sólo las compensaciones ("esto por lo otro") que el paseante tropieza en su deambular por campos y ciudades; y el poeta se abre a recibir, agradecido y humilde, con precisión sensorial escueta y suficiente, las manifestaciones de un mundo natural mínimo: "Dos hojillas de romero / arrancadas en la calle, apretadas / en los dedos. Huelen. / Aún dura, digo cada vez".

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