La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Poesía

Nombrar y sospechar

La última poesía del francés Yves Bonnefoy, fallecido el pasado julio

Nombrar y sospechar

El vigor creativo que Yves Bonnefoy mantuvo hasta su muerte el pasado 1 de julio, a los 93 años de edad, se explica, quizá, porque más que los logros y las respuestas le interesaban las tentativas y las preguntas. En los dos libros que aquí se traducen, los últimos que escribió si se exceptúa Ensemble encore suivi de Perambulans in noctem, publicado pocos meses antes de su fallecimiento, ese interés adquiere ribetes de verdadera urgencia. Son los poemas de un anciano que no puede perder el tiempo buscando sonoridades ocultas o metáforas deslumbrantes, y ya sólo aspira a decirse con un lenguaje liberado "de todos los hechizos formales, de todo lo que pudiera llevar al espíritu al fingimiento o a la autocomplacencia". Con estas palabras señala Enrique Moreno Castillo, traductor del volumen, la perentoria necesidad que manifiesta el poeta francés de depurar su verso para plantear, creyendo que será la última vez, el dilema palabra-cosa, y con él un asunto que le obsesionaba: hasta qué punto ha de desconfiar quien escribe del instrumento que le permite escribir, siendo como es el único que le asiste en su tarea de significar para comprender el mundo.

Es lógico, entonces, que nombrar sea el verbo que más se repite en La larga cadena del ancla (2008) y La hora presente (2011), los dos poemarios que Moreno Castillo reúne para darnos una visión de conjunto del último Bonnefoy. Y ya desde el poema que abre el primer libro, "El desorden", queda clara la raíz del debate que el autor sostiene consigo mismo. "¿Quién hubiera pensado, en tiempos, / (?) que nombrando las cosas que existen / pudiera uno sentirse culpable. (?) Pero, amiga mía, / intentemos amar el nombrar todavía esta mañana". El debate asoma una y otra vez en las páginas de ambas colecciones y no pierde, sino que gana, con los distintos registros que el poeta ensaya para azuzarlo: poemas largos en verso libre, sonetos sin metro fijo ni rima y "relatos en sueños": prosas poéticas con un cierto armazón narrativo que Bonnefoy empezó publicando en libros aparte, hasta que en Principio y fin de la nieve (1991) decidió incorporarlas a sus volúmenes en verso.

El poeta no se engaña y tampoco quiere engañarnos: el dilema no puede ser resuelto, porque eso significaría renunciar al propósito que le mueve: entender lo que le rodea. Así que en vez de dejar que le gane la sospecha aniquiladora, siembra sus textos de interrogaciones, los llena de peros, pero también de salvaguardas, y sigue adelante. La urgencia del momento puede más que el temor a equivocarse: "Ya sólo me preocupa el acordarme // del presente que se alza, es una ola, // del inmenso exterior reconciliado / con lo que se hace y se deshace / o se quiere y desquiere, en el lenguaje". El uso del verbo "reconciliar" nos da aquí pistas sobre el alcance del proyecto de Bonnefoy. Consciente, como afirma en su prólogo Moreno Castillo, de que las palabras le impiden "captar las cosas desde la raíz y hallar cimientos de seguridad y certidumbre"; conmovido, sin embargo, por todo lo que percibe, desde lo más humilde hasta lo más esplendoroso, el poeta francés opta en última instancia por creer; quizá no en una deidad, pero sí en la posibilidad de que el lenguaje, una vez desprovisto de ideología, pueda acordarse con todo lo vivo, pese a que los humanos no seamos capaces "de pensar hacia afuera".

Esta última reflexión pertenece al poema titulado "Caminante, ¿quieres saber?", en el que Bonnefoy, partiendo del De Trinitate de San Agustín, se distancia de la idea de Dios para validar su búsqueda. "Concebir lo sin nombre, / lo sin capacidad de significación, / no podemos hacerlo, / (?) pues es la muerte, no es otra cosa que la muerte / lo que no significa". Nombrar lo innombrable, pues, no figura entre las atribuciones del poeta; no está, entre sus tareas, la de cercar lo absoluto que "no reenvía más que a sí mismo"; lo irrepetible, lo inefable, puede, pero no una noción en la que "la idea misma de signo se pierde". Sin embargo, de la misma forma que nombrar a Dios es dar carta de naturaleza a su existencia, no hacerlo es decir que no está, que no es, y Bonnefoy también es capaz de ver los peligros que acechan detrás de esta operación de desexistencia. Por eso en "Los nombres divinos", y no sin cierta ironía, se imagina una antigua civilización cuyo declive comienza cuando se prohíbe nombrar a Dios, pues "un nombre para lo absoluto (?) es una trampa que nos tiende (?) el lenguaje". Lo mismo -de ahí la ironía- que el propio poeta hace en el primer soneto de la serie "Sean Amor y Psique", sólo que refiriéndose no a lo absoluto, sino al "inmenso exterior" que le llama a significar con su sospechosa escritura.

La misma dicotomía se ventila en el poema "La larga cadena del ancla", que da título al primero de los dos libros; y también aquí Bonnefoy toma partido por "nuestra tierra furtiva", no por "ese otro mundo" desde el que desciende, enganchándose en "nuestra noche", el áncora de un barco que navega por el cielo y "tiene su horizonte en otro sueño". Se trata de una leyenda que ya motivó la escritura de un maravilloso poema de Seamus Heaney, incluido en Seeing things (1991), y que en manos del poeta francés pierde peso mágico para ganar sustancia humana. Pero con una salvedad: que Bonnefoy no presenta el encuentro entre los dos mundos como un choque, sino como una intersección; y ello a pesar de que en los últimos cuatro versos le sobrevenga otra vez el temor a estar engañándose y engañándonos, y sugiera que la historia que nos cuenta puede no ser más que otro señuelo del lenguaje: "¿Por qué es necesario / que alguna cosa en nosotros engañe al espíritu / en esta travesía que la palabra / intenta, sin saber nada, hacia su otra orilla?".

Compartir el artículo

stats