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Ficción histórica

Urraca Alfonso, no apta para Chichiface

María Teresa Álvarez ajusta cuentas con el triste destino de la única reina asturiana

Retrato idealizado de la reina Urraca.

Cuenta la profesora María Jesús Fuente en su obra Reinas medievales en los reinos hispánicos que una de las leyendas de la época era la de Chichiface: un monstruo que sólo podía alimentarse de mujeres que obedecieran a sus maridos. Su historia recogía que llevaba 200 años sin comer. Claro está, reseña Fuente, "hubiera comido de haber incluido en el grupo a las reinas". En éste estaba Urraca Alfonso, la Asturiana: hija, nieta, hermana, esposa y madrastra de reyes. Con tal historial genealógico está claro que en el complicado tablero del oscuro periodo de la Edad Media que le tocó vivir, el siglo XII, el de Urraca fue un papel de moneda cambio, valiosa como hija del rey emperador de León Alfonso VII, pero al fin y al cabo moneda de cambio entre los gobernantes de la época: reyes que ampliaban sus reinos, estrechaban lazos con otros o invadían territorios gracias a compromisos matrimoniales en los que las mujeres de la corte eran imprescindibles, aun siendo niñas o incluso al poco de haber nacido.

La vida de Urraca fue esto y, aunque la profesora Fuente no la incluye en su citada obra (sí figura su abuela paterna Urraca I de León), su historia es tan apasionante como desconocida hasta ahora. La periodista y escritora María Teresa Álvarez (Candás, 1945) dedica su último libro a la única reina asturiana que ha habido en la historia y ante el muro que a veces supone reconstruir la biografía de un personaje sobre el que los datos brillan por su ausencia (Álvarez ha reconocido que por momentos pensó en tirar la toalla), la autora ha optado por un género, el de la novela histórica, que ya ha empleado en anteriores ocasiones (Catalina de Lancaster, Isabel II, Paz de Borbón o María Pacheco).

Adentrarse por medio de este género en la complicada vida de la hija bastarda de Alfonso VII con la dama asturiana de Soto de Aller Gontrodo Petri a través "Urraca, reina de Asturias" es, en cierto modo, un alivio, pues siempre la historia novelada deja resquicios para dulcificar la existencia de su protagonista. Es de agradecer que María Teresa Álvarez permita al lector pensar que, pese a todo, Urraca supo ser feliz (y de alguna forma dirigir las riendas de su vida) frente a los sinsabores que como hija de rey estaba llamada a sufrir. A su lado tendrá a su tía Sancha Raimúndez, soltera por convicción y poderosa por decisión de su hermano, que la guía para aceptar como un mal menor un matrimonio con un hombre que más que le triplicaba la edad: García Ramírez, rey de Pamplona, de 45 años, en 1144. La joven Urraca acepta y se dispone a ejercer de reina consorte, pero siempre guardándose un espacio de libertad, de pensamiento, que le lleva a ganar poder e influencia en la corte de Pamplona y a ser respetada por su esposo e hijastros.

Difícil imaginar una vida sexual plena y satisfactoria para las reinas medievales hispanas, pero la Asturiana la tendrá, más tarde que temprano, junto a un amor de juventud, Álvaro Rodríguez de Castro, con quien se casa ya instalada en Oviedo (su padre el emperador delegará en ella el gobierno de Asturias) y con el que emprende una relación cómplice de pareja. "Doña Urraca y don Álvaro forman una pareja en la que los silencios no pesan como losas, incluso ni se perciben, porque su complicidad les permite aislarse en pensamientos distintos que luego saben que compartirán", describe Álvarez.

De Castro -al igual que la tía Sancha se revela como una feminista avant la lettre- se presenta como un hombre sabio, inteligente, capaz de asumir sin condiciones el papel de consorte entregado, de marido comprensivo y de padre solícito que disfruta acunando al hijo en común, el pequeño Sancho, mientras su esposa está entregada a la complicada tarea de gobernar. Quizás por querer atender las necesidades de los asturianos guiándose por su intuición femenina más que por la realidad del momento, su hermano, Fernando II de León (instalado en el trono a la muerte de su padre), desarma de un plumazo la especie de "camelot" ideal que Urraca pretendía montar en Oviedo. Así las cosas, junto a su marido e hijo, a ésta no le queda más remedio que abandonar su querida corte asturiana camino de la siempre tan a mano Castilla. Lo que vino después por desentrañar queda, pues de ésta no se conoce a ciencia cierta ni la fecha de su muerte, sólo que está enterrada en la catedral de Palencia.

¿Una mujer más víctima del poder de los hombres de la época? O, cuestiones de género al margen, ¿una estadista posiblemente valiosa e inteligente atropellada por un soberano incapaz e irracional? Lo que parece es que Urraca, la Asturiana, la de la novela, no habría servido de alimento al monstruo Chichiface.

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