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La brújula

La otra gran novela de la carretera es la de Dixon

La otra gran novela de la carretera es la de Dixon

A sus 80 años, el neoyorquino Stephen Dixon (1936) ya se ha acostumbrado a no ser un escritor de éxito. Con más de 30 volúmenes de relatos y novelas a sus espaldas, Dixon es con toda probabilidad el más deslumbrante de los narradores estadounidenses desconocidos del gran público. De hecho, quienes tienen noticia de él en España la han adquirido gracias a los desvelos de una editorial argentina de fino olfato, Eterna Cadencia, que ha puesto en nuestros anaqueles dos colecciones de relatos: Calles (2014) y Ventanas (2015). Búsquenlas, si no lo hicieron cuando se las recomendamos, que tal vez aún encuentren algún ejemplar. Pero conozcan o no a Dixon, no dejen pasar Interestatal. Difícilmente van a encontrar muchas obras en las que se repase una y otra vez, hasta ocho, un hecho para explorar con la mayor de las maestrías las distorsionadas relaciones entre relato y memoria. Todo comienza en una carretera, como en Kerouac, como en McCarthy, por la que viaja tranquilo un hombre con sus dos hijas. Hasta que aparecen dos chiflados.

Retrato cercano del hombre que se creía dinamita

En agosto de 1900 moría en Weimar Friedrich Nietzsche, el hombre cuyos análisis genealógicos de conceptos clave de la filosofía y la religión abrieron un boquete por el que habrían de circular con brío las agitadas aguas del pensamiento en el siglo XX. Al parecer, Nietzsche presumía de no ser hombre sino pura dinamita. Nada, sin embargo, más incierto. En los años que siguieron a su muerte fueron casi 1.700, según apunta Iván de los Ríos en el prólogo a La vida arrebatada de Friedrich Nietzsche, los artículos publicados sobre su persona. El resultado, ironías del destino, fue la erección de un mito. En esos mismos años, el teólogo Franz Overbeck (1837-1905), el único amigo de Nietzsche, ocupaba su tiempo de jubilado en poner por escrito sus recuerdos e impresiones sobre el filósofo. Su trabajo quedó plasmado en un centenar de páginas en las que dibuja con pleno conocimiento el perfil más auténtico del ilustre dinamitero. Un volumen para desengañar salutíferamente a quienes sueñan que detrás de una gran obra yace siempre un gran hombre.

Rusia, siglo XX: memoria de cuatro generaciones

El ruso, nacido en Kazajistán, Aleksandr Chudakov (1938-2005) falleció por un traumatismo craneal de origen nunca esclarecido cinco años después de publicar El abuelo. Otro lustro después, su novela, la primera que dio a las prensas tras una larga trayectoria de filólogo especializado en Chéjov, fue galardonada con el "Booker" ruso a la mejor ficción de la década. El reconocimiento coronó una obra que entusiasmará a los amantes de los grandes frescos. La narración se sitúa en Chebachinsk, ciudad septentrional kazaja repleta de exiliados políticos que Chudakov escogió como eje en torno al que desplegar a cuatro generaciones de una familia. Una saga cuyos puntos fuertes son el abuelo que le da título (la memoria) y su nieto, un historiador. Por supuesto, este es un relato de miserias (represión, exilio, hambre), pero también de fortalezas (tradición, familia, esperanza). No es necesario que llamen para entrar; los protagonistas tienen costumbre de que les derriben la puerta.

Una visión acerada de lo cotidiano en 32 relatos

(1981) debutó hace ya meses con esta colección de 32 relatos que tituló No todo va a ser sexo. Es bastante probable que ya no se la encuentren entre las novedades, pero como acabarán dando con ella si buscan un poco, resulta de justicia hacerse eco de su paso por esta tierra, porque sus líneas nacen de un autor muy prometedor. Por supuesto, el núcleo duro es la pareja, del tipo que sea, incluida la de dragones de Komodo que protagoniza el primer relato. Y junto a ella, claro, el amor, el desamor y todos los demás materiales de la vida, pues de ahí viene el título. Percibidos con calidez e ironía, con un punto de vista afilado sobre lo cotidiano, con una prosa bella que nace del escrúpulo, nunca de la tentación de escribir bonito. Julio Teruel orbita el amor porque habla de sí mismo y, a su edad y a otras muchas, el amor y sus innúmeras excrecencias son el magma abrasivo que bulle en cada día. Lo que ya no suele ser cotidiano es que un viaje así se resuelva con la pasmosa nitidez con la que Teruel lo logra.

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