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Las cosas que pasan no son las que queremos

Brillante novela de Pauline Dreyfus sobre una clase social privilegiada en una Francia devorada por la Historia

Las cosas que pasan no son las que queremos

El 8 de junio de 1940 el frente francés quedaba desarticulado. Por temor a los bombardeos y al invasor, decenas de miles de parisinos habían emprendido el camino hacia el sur. El gobierno de Reynaud se replegaba a Tours y más tarde a Burdeos. El 14 de junio los alemanes entraban en París y pocos días después el mariscal Pétain firmaba un vergonzoso armisticio para retirarse a Vichy ungido de plenos poderes.

Manuel Chaves Nogales resumió en una secuencia magistral urbana la revelación de la catástrofe. En París, los agentes de la circulación hitlerianos se habían puesto inmediatamente a regular el tráfico. El último automóvil fugitivo que salió de la Ciudad Luz en dirección a Tours tuvo que desviar su ruta en la puerta de Saint Cloud porque uno de esos guardias había colocado el disco rojo en el cruce para dar paso a los carros de la primera división motorizada alemana que entraba al asalto de la capital francesa. Allí no había resistencia, porque los ciudadanos habían desistido de la lucha. Simplemente, un guardia de circulación era sustituido por otro. Puede parece aterrador, pero en eso consistía todo.

La periodista Pauline Dreyfus (1969) lo cuenta a su manera en Son cosas que pasan, una novela brillante, finalista del Goncourt y el Giono, que en su título viene a condensar la inútil complacencia de una clase social privilegiada dispuesta, ante la llegada de los bárbaros, a no aburrirse y más tarde a resignarse en la larga noche de la ocupación. Son cosas que pasaron, en la vida privada y en la pública, con los amantes y con los nazis, con el origen y el porvenir. Las cosas que sucedieron en Francia, tanto en París como en Cannes, donde Natalie de Lusignan, duquesa de Sorrente, languidecía antes de enfrentarse a su propia verdad. Tanto en la zona ocupada como en la libre esta dicotomía que estructura la novela de Dreyfus pone de manifiesto la cobardía, las acusaciones, los crímenes cometidos en nombre de una genealogía, la tradición francesa y la lucha anticomunista familiar. En ella penetra la locura antisemita que había conquistado primero la Francia ocupada por los nazis, pero luego también la zona libre y la nobleza del país, que se perpetúa sin escrúpulos en el gusto por el lujo y la diversión.

Condenadas por la indiferencia de sus conciudadanos, el cerco se estrecha sobre las víctimas: la niñera querida que deja de serlo después de que las nuevas leyes raciales entren en vigor; los artistas idolatrados que caen en el olvido, la renuncia a las amistades sospechosas, etcétera. Natalie, protagonista principal, pese a no ser una heroína, simboliza esa Francia desgarrada entre la comodidad de una vida regalada y la solidaridad, entre la historia oficial y la verdad, entre la tradición y la vanguardia, la cobardía y los valores humanos. De repente, una mujer descubre el secreto ominoso de la familia y busca su destino detrás de su árbol genealógico. Francia por un momento parece reencarnarse en ella. Recurre a la morfina para tratar de olvidar sus orígenes, su glorioso pasado y sus raíces judías republicanas. "¿Qué les hacen a los judíos, cuando los detienen?", pregunta de modo obsesivo.

La novela de Pauline Dreyfus deliciosamente literaria, entre Proust y Modiano, se lee de un tirón. Tiene las palabras precisas al servicio del momento adecuado. En ella, la Historia jamás abandona a los personajes que se desenvuelven en esa atmósfera engañosamente superficial que exuda tragedia y que empiezan a temer por que sus vidas mundanas se conviertan en un auto de acusación, que sus distracciones acaben siendo vistas como actos de colaboracionismo. Debería leerla Marine Le Pen, tan empeñada en negar la realidad.

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