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La limonada te vuela la cabeza

Ozark, una síntesis de series de TV colosales sobre las que se levanta un monumento a la amoralidad

Si ustedes salen de Chicago hacia el sur, llegarán, tras unas ocho horas de coche, al pintoresco valle de Ozark, con su lago y sus chiringuitos turísticos, cerca del parque natural Mark Twain, pero ya en Misuri, en el profundo sur USA. Allí vivió una temporada Bill Dubuque, que trabajó por la zona y mucho se le debió de quedar grabado del choque entre foráneos e indígenas como para crear ahora una serie televisiva que pastichea y collagea (perdónenme) lo mejor de enormidades como True Detective (1ª temporada solo), Fargo, Breaking Bad o, apúrenme un poco y lo digo, Los Soprano. No es mal negocio: si ellas triunfaron, ¿por qué no habría de hacerlo una mezcla que tomase una porción de esta, una pizca de aquella, dos situaciones de esa y unos personajes que parecen salidos de esotra? Además, ¿por qué no le damos un tono de prestigio literario, ya que andamos por tierras sureñas, recurriendo a los tarados y psicópatas de Faulkner? Listo, a correr: Ozark.

Nombro a los personajes por sus actores: Jason Bateman es un aseado y mediano asesor financiero con una extraordinaria habilidad para lavar dinero negro. Tanto que lo contrata Esai Morales, ejecutivo de una multinacional de narcos. Pero el FBI se infiltra en el negocio, Morales deshace la bolera a tiro limpio y nuestro Bateman se libra de las sospechas de haber colaborado con los federales mudándose a Ozark con su esposa Laura Linney (casi oscarizada, con puñados de premios a cuestas) y sus hijos (la parejita de adolescente protestona y chaval rarito) a redimirse ante los cartelistas requetelavándoles más pasta. El profundo Sur, ya digo: un Harris Yulin que circula en pelota media serie; la familia Langmore (muy lentos de mente salvo la lístísima chica); los estremecedores Snell (que dejarán para siempre al espectador abominando de la limonada); el predicador acuático Michael Mosley, pastoreando desde un yate a su grey y pasivo narcotraficante; un sheriff que es la encarnación de la lenidad; Jason Butler Harner, agente del FBI y manipulador de homosexuales? Por aquí, unos animales destripados y pasto de buitres; por allá, cutrerío de barras de estriptis; por acullá, amantes que caen desde un rascacielos o electrocutados equivocados. Por todas partes, un paisaje magnífico que alberga mierda a paladas. Omnipresente, nuestro Bateman. Parece haber leído y asimilado a conciencia las obras completas de todos los estoicos. Pueden estar tras sus pasos ?a cada momento, en sesiones de mañana, tarde y noche? para matarlo o chantajearlo o agobiarlo bien los narcos, bien los clanes ozarkeños, bien los chicos de la ley, bien su entorno, bien? pues aun así el hombre compone siempre, siempre, el mismo gesto, una máscara impasible que ha comprendido que la vida es así, que aquí estafo, allí miento, allá huyo, en todas partes engaño: un monumento a la amoralidad como único modo de sobrevivir. Naturalmente, lo hace todo por su familia: aunque su mujer le haya puesto potentes cuernos (de hecho, mira sin emoción pero con rigor los vídeos porno que un detective grabó a su santa) y sus hijos sean ajusticiables por su tontería inconsciente.

De modo que pueden ustedes pasarse diez horas de perplejidad, intriga, sadismo ritual, mafia, sexo, tiros e incendios y hasta bromas que pasan a limpio lo mucho sucio de las series de crímenes que cité arriba. Háganlo en lugar de perder el tiempo con esos episoditos de Room 104 que tanto gustan a los friquis adanistas y que recrean con nula gracia y técnica horrorosa manidas movidas del cine B y del cine Z. Tienen un pasar las dos primeras entregas: por el miedito que da una, por el salto narrativo de la segunda. Del resto, me fue quitando la misma serie.

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