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Música

La confusión del arte con el ocio

Cambios en el público que deterioran la pauta de acercamiento a las expresiones artísticas

Hace unas semanas estuve visitando el museo del Louvre en París. Hacía seis o siete años que no regresaba a uno de los grandes centros culturales del mundo. Fue, de lejos, la peor experiencia que he tenido en un museo. La horda de turistas haciéndose "selfies" impedía cualquier contemplación sosegada de las obras de arte. La célebre Gran Galería estaba inundada una especie de piara gritona y maleducada que impedía ver un cuadro más de dos o tres segundos. Si la intención era atisbar "La Gioconda" de Da Vinci, mejor ni intentarlo. En la sala donde está el cuadro se habían colocado unas cintas, como las que son habituales en los controles de los aeropuertos para estabular más gente, y al llegar al final el objetivo no era disfrutar del cuadro, sino hacerse la foto a su vera mientras un vigilante apuraba para que no se emplease ni un segundo de más de la cuenta en la hazaña. Una auténtica catástrofe, una sensación de deterioro del museo como si las termitas arrasasen con todo en una política cultural en la que sólo cuentan los ingresos y el número de visitantes. Resultado: un fiasco cultural que degrada el contenido y el continente.

Estamos, poco a poco, asistiendo a un deterioro en la manera de contemplar las obras de arte fruto, por una parte, de la masificación y, por otra, de la pérdida de valores cívicos que arruinan la experiencia artística tal y como hasta ahora la entendíamos.

En el mundo de los espectáculos musicales y escénicos -ópera, zarzuela, conciertos, teatro de prosa?- los grandes enemigos de los artistas y del resto del público son los ruidos constantes procedentes de la platea. Especialmente agresivos resultan los teléfonos móviles, tanto en los timbres de llamada como en las notificaciones. Convierten la audición de un concierto en una tortura, porque la música culta no es un entretenimiento, es una obra de arte, y al igual que una pintura o una escultura para su disfrute se requiere concentración y, además, que el público logre conectar con lo que el intérprete le ofrece desde la escena. Si la música está sazonada con el percutivo e incómodo ruido de toses, aperturas de caramelos y demás lindezas que cada día hay que sufrir, se rompe el hilo de complicidad que une la escena con el público y el disfrute de la audición se trunca de forma abrupta.

En Madrid, en el Auditorio Nacional, para concienciar al público, un actor ha estado interpretando varias sesiones un monólogo en el que evidenciaba la incomodidad que supone un ruido emitido sin ningún tipo de barrera. Es curioso cómo los que tosen no tienen la precaución de llevarse la mano a la boca con un pañuelo. Ese gesto elemental y que deja ver, al menos, un nivel de educación básica aminora el ruido de esa tos casi un ¡ochenta por ciento! Los ruidos de la sala, en su mayor parte, no provienen de graves enfermedades entre el público. Lo que realmente provoca las alteraciones suele ser el aburrimiento de una parte de los asistentes que se manifiesta en una tos nerviosa y persistente ante obras que desconocen o que les resultan ajenas por su estilo o diferentes causas. Por eso es tan importante que los asistentes sean capaces de filtrar lo que acuden a escuchar y si el programa propuesto no es de su agrado, mejor que queden en su casa en vez de fastidiar la velada a quien sí le interesa. Es un ejercicio muy sencillo pero que, por desgracia, pocos hacen. Entre la masificación de los museos y los ruidos de las salas de conciertos podemos encontrarnos, a no tan largo plazo, ante la imposibilidad de acceder como es debido a las grandes manifestaciones culturales que forman parte de nuestro patrimonio. Ante una realidad que ya no se puede ocultar no queda otra que un trabajo serio capaz de encauzar estos comportamientos inadecuados de manera constante e inteligente. Nos va mucho en ello.

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