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Adiós a un mito del cine

Sean Connery, el actor que pudo reinar

El intérprete escocés, lanzado al estrellato como el 007 más genuino, supo salir de la sombra del personaje y reinventarse una y otra vez hasta convertirse en un mito

Sean Connery died

Hollywood lleva sesenta años buscando al nuevo Cary Grant. Los productores Albert R. Broccoli y Harry Saltzman creyeron encontrarlo con el astro aún en activo, cuando la negativa de Grant a encarnar a James Bond, el célebre agente 007 que protagonizaba la popular saga de novelas de Ian Fleming, les dejaba un hueco enorme en su proyecto de llevar a la gran pantalla las aventuras del personaje. Hollywood siempre ha tenido envida del éxito de la británica saga Bond, franquicia antes de que se acuñase el término, una marca de éxito que ha resistido incólume al paso del tiempo y a la jubilación de sus carismáticos intérpretes.

Pero en los albores de los felices sesenta, todo eso no era más que un proyecto de Saltzman y Broccoli, que sin Grant se quedaban sin la piedra angular del proyecto. Más aún: sin el actor que el propio Ian Fleming veía como el perfecto intérprete de Bond.

Así comenzó una búsqueda, un baile de nombres y rostros para encarnar al primer Bond, para encontrar al “nuevo Cary Grant”. Lo que nadie esperaba era que se colase en la fiesta un escocés desaliñado y descarado, con un currículo que se limitaba a un tercer puesto en el concurso de Mister Universo y a un puñado de apariciones esporádicas en varias series de televisión, en un tiempo en el que salir en la tele era como jugar en tercera.

Aquel hombre era Sean Connery, y ciertamente era, en muchos aspectos, un heredero natural de Cary Grant, pero también un animal muy distinto. Un intérprete exudaba carisma, y que cuando se retiró, cuatro décadas después, lo haría como un mito del séptimo arte. Connery, fallecido este sábado a los 90 años de edad, logró superar la sombra de Grant y la de Bond hasta forjar una trayectoria a la altura de los más grandes, convertido por derecho propio en un icono del séptimo arte.

El Bond genuino

En manos de Connery, James Bond ofreció toda la picaresca, el encanto y la elegancia esperadas, bien cultivadas por el actor en interminables sesiones con el director Terence Young, pero también una agresividad latente, un instinto depredador. En 1962, cuando “El agente 007 contra el Dr. No” inauguró la saga, el Bond de Connery fue aplaudido y asumido como la encarnación de la masculinidad, aunque hoy rebasaría los límites de lo políticamente correcto.

Ursula Andress y Sean Connery, en 'Agente 007 contra el Dr. No'.

Convertido en estrella mundial de la noche a la mañana, Connery repitió rol en tres películas más de éxito creciente, antes de renunciar al papel para evitar encasillarse. Entre medias, trabajó con Alfred Hitchcock en “Marnie, la ladrona” (1964), alimentando un poco más el sambenito de “nuevo Cary Grant”, y descubrió su amor por España, instalándose en Marbella tras comprarle al cineasta Edgar Neville una parte de su fabulosa finca, “Malibú”. Unos años después de la muerte del cineasta madrileño, Connery adquirió el resto de la propiedad a la que fue su pareja y heredera, la actriz Conchita Montes.

Tras renunciar a Bond, Connery deambuló durante unos años por tierra de nadie. Incluso retomó brevemente el personaje en 1971, cuando protagonizó la fallida “Diamantes para la eternidad” tras el descalabro que supuso la espídica “007 al servicio secreto de Su Majestad”, con Peter Hunt desgraciando la herencia de Terence Young y el modelo George Lazenby encarnando (es un decir) a Bond, al que incluso casaban al final del filme. A modo de descargo, hay que reseñar que la novia era la “vengadora” Diana Rigg. Pero “Diamantes para la eternidad”, aunque contaba con Connery de vuelta y con Guy Hamilton a los mandos, no fue la reactivación esperada para la saga, y el escocés se desenganchó de nuevo del rol, abriendo la puerta al “santo” Roger Moore.

Los caminos de Connery y Bond volverían a cruzarse más de una década después en “Nunca digas nunca jamás” (1983), una película independiente de la saga, que ni siquiera se reedita junto al resto de filmes, y cuyo título es asimismo un guiño al rotundo “nunca más” con el que Connery se desvinculó del personaje doce años antes. Pero este filme no es importante en la carrera del escocés, apenas alcanza el grado de curiosidad. Lo realmente importante fue lo que pasó en esos doce años de hiato, y especialmente entre 1975 y 1976, cuando Connery redefinió su carrera con tres películas fundamentales.

Un galán maduro

Retornemos a 1971. “Diamantes para la eternidad” funcionó en taquilla, pero algo se había perdido en la mezcla. Connery lo vio claro, entendió que necesitaba un cambio. Con una incipiente calvicie, sus días como galán estaban contados, y tampoco gozaba de un crédito como intérprete que le garantizase proyectos más estimulantes. Gracias a los últimos rescoldos de su éxito como Bond, Connery aún tenía gancho entre los productores, y aprovechó esa baza para empezar a tomar riesgos. Se alió con cineastas como Sidney Lumet (“La ofensa”, 1973; “Asesinato en el Orient Express”, 1974) y John Boorman (“Zardoz”, 1974) para comenzar una reinvención que eclosinaría en esos dos años mágicos en los que encadenó tres hitos del cine de aventuras.

La primera fue “El viento y el león”, de John Millius y estrenada en la primavera de 1975. Inspirada en un caso real, el conocido como “incidente Perdicaris” (el rapto del hijo de un magnate estadounidense por parte de un líder bereber), y apoyada en una sublime dirección artística del asturiano Gil Parrondo, Millius potenció la fuerza dramática del filme al convertir a la víctima en una viuda con dos hijos, y especialmente al presentar al líder bereber, Muley Ahmed Muhammad al-Raisuli, “El magnífico”, como un bandido romántico, en un guerrero de otro tiempo que lucha contra el definitivo ocaso de su forma de vida. Connery, desprovisto ya del peluquín, dotó al personaje de un carisma insuperable, entreverando su dureza como líder guerrillero con una complicidad absoluta con sus víctimas.

Connery, en "El viento y el león"

Antes de finalizar el año, llegó a las pantallas “El hombre que pudo reinar”, adaptación del cuento homónimo de Rudyard Kipling a cargo de un John Huston que llevaba décadas tratando de llevarlo al cine. La historia de dos soldados británicos (Connery y Michael Caine) que logran alcanzar el trono de un país exótico, el imaginado Kafiristán, después de que uno de ellos sea confundido por accidente con un heredero de Alejandro Magno, es uno de los puntos cardinales del cine de aventuras de todos los tiempos. Para Connery, el personaje de Daniel Dravot, ese aventurero convertido de la noche a la mañana en rey, supuso el reconocimiento a sus cualidades como actor.

Esa combinación entre lo romántico y lo crepuscular que Connery había cultivado en “El viento y el león” y esa madurez interpretativa que había demostrado en “El hombre que pudo reinar” tuvieron continuidad en otra obra mayúscula: “Robin y Marian”, de Richard Lester, y estrenada en la primavera de 1976. En el filme, de nuevo con una majestuosa dirección artística de Gil Parrondo, Connery interpreta nada menos que a Robin Hood. Pero es un bandido diferente, entrado en años y desencantado, que retorna a Nottingham tras haber acompañado a un desquiciado Ricardo I, “Corazón de León”, en la Tercera Cruzada.

Muerto el rey en tierras francesas, Robin se encuentra su hogar gobernado por sus antiguos enemigos (Juan Sin Tierra es el legítimo rey, y el Sheriff de Nottingham su representante en esas tierras), mientras su amada Marian (Audrey Hepburn) ha tomado los hábitos. Hermosa y profundamente crepuscular, “Robin y Marian” es, como bien la definió Vidal de la Madrid, catedrático de la Universidad de Oviedo, “el testamento sentimental de una generación”. Su final, con esa dolorosa frase de cierre, “entiérranos donde caiga la flecha”, pasa por ser uno de los más románticos y conmovedores jamás filmados.

Connery en "Robin y Marian".

Reinventado tras estas tres películas como galán maduro, con su popularidad entre el público intacta y con un prestigio crítico a prueba de bombas, Sean Connery alternó los años siguientes las películas comerciales con otras más estimulantes como “Atmósfera cero” (Peter Hyams, 1981), una revisión de “Solo ante el peligro” (Fred Zinnemann, 1952) ambientada en una estación espacial, o “Los inmortales” (Russell Mulcahy, 1986), en la que encarnó al carismático Ramírez, el maestro de ese guerrero escocés condenado a la inmortalidad que dio fama a Christopher Lambert. Eran los preámbulos de un nuevo momento de esplendor en su carrera, de un lustro dorado que le daría fama y fortuna.

Época de esplendor

El mismo año que “Los inmortales” llegaba a la pantalla, Connery completaba una de sus interpretaciones más apreciadas: la de Guillermo de Baskerville, esa versión medieval y frnciscana de Sherlock Holmes que protagoniza “El nombre de la rosa”, la adaptación al cine de la novela homónima de Umberto Eco, dirigida por Jean-Jacques Annaud. La interpretación le permitió romper una última barrer, la de los premios, y le valió un Bafta. Al año siguiente, Connery incrementó su palmarés con las dos piezas más codiciadas: el Globo de Oro y el Oscar. Logró ambas gracias a su papel de Malone en “Los intocables”, de Brian de Palma, otra de sus interpretaciones más recordadas.

En plena racha, Connery encadenó en 1989 otro papel icónico. Cara a la tercera aventura de Indiana Jones, Steven Spielberg y George Lucas buscaban a un intérprete que diera el papel del padre del arqueólogo. No llegaron a dudar: Henry Jones Sr. no podía ser otro que Sean Connery, pese a que apenas le sacaba 12 años a Harrison Ford. Una broma para Hollywood, que ya había colocado a Ernest Borgnine, a sus 41, como padre de un Kirk Douglas con 42 en otra obra maestra del cine de aventuras: “Los vikingos” (Richard Fleischer, 1958). Por carisma, currículo y ascendiente, Sean Connery “era” el padre de Indiana Jones, y eso es más fuerte que cualquier partida de nacimiento.

Si en los sesenta era un galán pícaro, en los setenta un galán maduro y en los ochenta el maestro del héroe, para los noventa se reservaba su renacimiento como héroe de acción

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El cierre a este lustro dorado llegaría con dos filmes de espionaje: “La casa Rusia” (Fred Schepisi, 1990) y “La caza del Octubre Rojo” (1990). Este último, un soberbio filme dirigido por John McTiernan (con el que Connery volvería a trabajar dos años después, en la estimable “Los últimos días del Edén”), allanó el camino para una nueva reinvención de Connery: si en los sesenta era un galán pícaro, en los setenta un galán maduro y en los ochenta el maestro del héroe, para los noventa se reservaba su renacimiento como héroe de acción, incorporando siempre matices de sus otras encarnaciones, de sus otros roles recurrentes.

Lo explotó en películas como “La Roca” (Michael Bay, 1996) o “La trampa” (Jon Amiel, 1999), películas en las que ejerció además como productor, garantizándose una jubilación tranquila gracias a unos éxitos en taquilla que, con su sola presencia, ya estaban asegurados. En esta misma línea, su última película antes de dedicar sus últimos años al golf y a promocionar la independencia escocesa fue “La liga de los hombres extraordinarios” (Stephen Norrington, 2003), una adaptación fallida de las novelas gráficas de Alan Moore.

Antes, había rechazado el rol de Gandalf (y un suculento 15% de los ingresos) en la trilogía “El señor de los anillos” (Peter Jackson, 2001-2003) porque, como él mismo reconocería años después, no entendía aquella historia de hobbits, magos y anillos de poder. Una decisión que, de haberla tomado cualquier otro actor, se interpretaría como un error histórico, de esos que hunden trayectorias enteras, pero que en el caso de Sean Connery no pasa de anécdota. El Bond genuino, el padre de Indiana Jones y, en definitiva, el hombre que pudo reinar no necesitaba más papeles icónicos para entrar a lo grande en la historia del cine.

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