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En el adiós a Diana Rigg y Sean Connery

Memoria de dos intérpretes que marcaron época

Diana Rigg

Diana Rigg entró en mi imaginario con el nombre de Emma Peel, no con el que le pusieron sus padres. Me encandiló y desconcertó a la vez verla en la serie de televisión Los Vengadores con un lenguaje corporal y un estilazo inusitado a finales de los 60 en nuestro país. Mientras las series norteamericanas nos presentaban a mujeres de rizos pétreos con familias cuyos problemas no se salían nunca de la domesticidad más plana, Emma Peel se dedicaba a resolver crímenes junto a su compañero de aventuras, un caballero inglés de bombín y paraguas con el que mantenía una tensión erótica siempre pospuesta; y lo hacía todo con la misma elasticidad que su modernísimo vestuario.

Diana Rigg.

Diana Rigg.

Todo lo que hacía y decía se correspondía a un tipo de mujer muy distinta a lo que estábamos acostumbradas: no iba con ella la verticalidad del sistema social. Con esa imagen me quedé hasta que, muchas décadas después, la vi encarnando a la Sra Danvers –la malvadísima ama de llaves de la novela y luego película Rebecca– en una serie televisiva que intentó (y fracasó estrepitosamente) revisitar la Rebecca de Hitchcock. En esa serie Diana Rigg revitaliza a su personaje, abandona lo espectral de sus antecedentes y encarna literalmente los deseos y pasiones que la mueven. Por desgracia, la actriz con la que le toca compartir estas emociones resulta absolutamente incapaz de vislumbrarlas o de reaccionar más allá de lo que haría un niño cuando se le dice que viene el coco.

Sé que esta actriz tuvo una carrera importante en el teatro fuera del alcance de mi vista y que recibió todo tipo de premios por su labor. No me cabe duda de que se los mereció. Hace poco que nos quedamos sin Diana Rigg y, sin embargo, sé que no soy la única que se quedará con el recuerdo de su Emma Peel.

Sean Connery.

Sean Connery.

De Sean Connery podría decir algo más o menos similar: en mi imaginario, y a pesar de haberle visto en muchas otras películas, podría haberse quedado como Bond, James Bond. Pero no. A diferencia de lo rompedor de Emma Peel, el Bond de Sean Connery encarnó una masculinidad del todo tradicional en la que se privilegiaba el arrojo, la presencia física y la indiferencia emotiva por encima de casi cualquier otro aspecto. Sus habilidades seductoras respondían a un donjuanismo curado como los mejores jamones serranos pero, en este caso, en martinis que nunca le hicieron perder la cabeza o la compostura. La parafernalia que le acompañaba iba desde el smoking perfectamente encajado al Aston Martin pertrechado de dispositivos de todo tipo para salir de cualquier apuro. Pero era su mirada irónica, aun en los momentos más amenazantes, y su dicción aliñada de escocés (no en balde había nacido en Edimburgo) lo que le hizo convertirse en un prototipo. En Marnie (Hitchcock) tuvo que salirse del molde Bond y enfrentarse a esa misma masculinidad que tantos acólitos le había ganado. Mejoró con la edad porque también mejoraron los papeles que le ofrecieron. Cuando Bond dejó de lastrar su imagen, nos quedó su presencia y su voz, la intensidad de su mirada y el buen hacer de un actor.

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