La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Brines en la foto de una generación

El último premio “Cervantes”, que no está en la imagen de Collioure de 1959 pero sí en la de Oviedo de 1987, es el gran elegíaco de los poetas del 50

Algunos de los miembros más destacados de la “Generación del 50”, fotografiados en el teatro Campoamor de Oviedo en mayo de 1987: de pie, de izquierda a derecha, Ángel González, Carlos Barral y José Manuel Caballero Bonald; sentados, de izquierda a derecha, Carlos Sahagún, Francisco Brines, José Agustín Goytisolo y Claudio Rodríguez . | Antonio Suárez

La llamada “Generación del 50” fue convenientemente canonizada hace años. Su nómina incluye a algunos de los autores fundamentales de la poesía española del siglo XX. Y los estudiosos, así como lectores o periodistas, han ido acomodando poco a poco al tapiz literario de la época a poetas que por razones de política cultural o de política a secas (en ocasiones, una y otra se entreveran) fueron poco tenidos en cuenta o simplemente ignorados a la hora de las antologías, el aplauso y los reconocimientos. No sólo Antonio Gamoneda, claro, finalmente elevado a la peana. Pensemos en Vicente Núñez, Ricardo Defarges, Luis Feria, Julia Uceda o César Simón, entre otros.

Cuando hablamos de los poetas de aquella generación pensamos casi inmediatamente en los que aparecen en dos conocidas fotos. Una fue tomada en Collioure (Francia) en 1959, en un homenaje a los pies de la tumba de Antonio Machado; la otra se captó en Oviedo en mayo de 1987, durante la celebración de unos muy enjundiosos “Encuentros con el 50”. En la primera, que parece el resultado del talento operativo del grupo catalán (como eminencias grises Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma, con quienes sintonizaban el asturiano Ángel González, el gallego José Ángel Valente y el andaluz José Manuel Caballero Bonald), no están Claudio Rodríguez, Carlos Sahagún y Francisco Brines, que sí salen en la imagen ovetense. Entre una foto y otra habían pasado veintiocho años, bastantes noches con sus conversadas copas y el afianzamiento de una amistad que, pese a algunos notorios distanciamientos posteriores, fue beneficiosa (igual que ocurrió con los autores del 27) para la recepción pública de una obra variada, más heterogénea de lo que suele subrayarse y con un puñado de títulos de extraordinaria calidad.

Tres poetas supervivientes de aquella generación han sido galardonados con el “Cervantes”, el premio de mayor prestigio de las letras en castellano: Gamoneda (2006), Caballero Bonald (2012) y Brines. Este recibió el pasado lunes en su casa familiar de Elca, en el municipio valenciano de Oliva, donde nació hace 88 años y el espacio que inspira muchos de sus versos, la llamada del ministro de Cultura, José Manuel Rodríguez Uribes. Ha dicho que no la esperaba. Con un prestigio merecidamente ganado hace ya cincuenta años tras sus primeros libros, tampoco la necesitaba, añadimos nosotros. No obstante, ningún buen lector de poesía discrepará de la decisión ministerial. Académico de la Lengua y autor en el que es difícil hallar un mal poema en las páginas de sus siete libros publicados (La última costa es de 1995 y cierra su obra hasta la fecha, aunque él mismo ha anunciado un nuevo poemario y a lo largo de este cuarto de siglo ha dado a la estampa varias compilaciones, además de su poesía completa), su lírica participa de la lúcida revisión que los mejores poetas de la Generación del 50 hicieron de las relaciones con el lenguaje, con la sociedad y con la voz que habla en cada texto.

Desde Las brasas, libro con el que obtuvo el “Adonáis” de 1959, la poesía de Brines no ha dejado de sumar intensidad y complejidad compositiva (un ejemplo es Palabras a la oscuridad, con el que ganó el Premio de la Crítica en 1966) hasta dar, finalmente, con una expresión de gran consistencia por la creciente depuración de cualquier atisbo de deslizamiento o complacencia retóricos. El texto homónimo que abre El otoño de las rosas (1986, Premio Nacional de Literatura) evita mayor abundamiento en esta vertiente de la mejor poesía del último “Cervantes”: “Vives ya en la estación del tiempo rezagado: / lo has llamado el otoño de las rosas. / Aspíralas y enciéndete. Y escucha, / cuando el cielo se apague, el silencio del mundo”.

El devastador paso del tiempo, el paraíso perdido (el de la infancia y la primera juventud), el homoerotismo, el estrago de los años, la vejez, la muerte… Los motivos, en fin, de la poesía universal de toda época están también en la de Brines. Lo extraordinario es cómo se instalan en una determinada tradición. Y la originalidad con la que aprovecha a fondo la lectura del Cernuda posterior a la Guerra civil o ciertos tonos y recursos característicos de Cavafis (el “yo testaferro”, según expresión de Carlos Bousoño, utilizado también en ocasiones por Antonio Machado o Eliot) para deslizar su voz. Nos habla siempre sin estridencias, acomodando su personal dicción a la fluencia del alejandrino, el endecasílabo, el eneasílabo o el heptasílabo. Salvo en tramos muy excepcionales, rechaza la rima y las formas estróficas clásicas. Le interesa el poema que es resultado de una resonancia íntima y, generalmente, la reflexión sobre una experiencia (vivida, leída o imaginada) que le permite entregar una emoción, una convicción moral (no moralista), la celebración sensorial de algunos instantes o la dolorosa intuición de que venimos de la nada y a ella nos dirigimos.

En el prólogo a Ensayo de una despedida, donde Brines reunió su poesía publicada entre 1960 y 1971, Bousoño analiza a partir de varios textos las complejidades técnicas de esa poesía primera del ganador del “Cervantes”: el uso del símbolo disémico encadenado o las repeticiones y yuxtaposiciones temporales. Una maestría que rehúye, sin embargo, “todo brillo” y que rara vez pierde tensión verbal, potencia expresiva, pese a la aceptación de muchos vocablos que pudieran parecer gastados por ser moneda acarreada desde el siglo áureo hasta nuestros días. Para Bousoño, Brines es el “metafísico” por excelencia de su generación, aunque también hay otros y muy buenos.

Inicialmente, Brines y Claudio Rodríguez son los poetas que más claramente se diferencian de los postulados más característicos que esgrimió su generación en su puesta a punto: la renovación del lenguaje de los llamados poetas sociales, aunque casi todos los autores del 50 hicieron también poesía social (y antifranquismo) mediante una hábil y estratégica modificación de los planteamientos formales del discurso. Y es que al último premio “Cervantes” nunca le interesó la escritura de esa poesía política. Elegíaco, lo que él explora es su experiencia biográfica íntima, como explicó en los citados encuentros de Oviedo. Quiere llegar a algún tipo de autoconocimiento, aunque sea muy precario. Y no oculta la sospecha o la convicción incluso de que las palabras traicionan la vida. Es su manera de entender el compromiso: “la solidaridad con el hombre de cualquier época en cuanto protagonista de un destino común y padecido, que les iguala metafísicamente”.

Y es por ahí, además de por mantenerse fiel a las coordenadas de un orden figurativo, por donde conecta con sus compañeros de una generación que el propio Brines ha descrito como “equilibrada” en comparación con la anterior, la de los autores de estricta militancia en la llamada “poesía social” , y con la posterior de los “novísimos”. Una forma de entender la poesía que triunfó ampliamente en los años ochenta y es veta aún explorada o repetitivamente explotada, que de todo hay, por muchos poetas jóvenes. Lo fundamental sin embargo es que, mientras las ideas mutan o caducan, los grandes poemas permanecen. Y Brines ha escrito, sin duda, algunos de los textos de la más estricta antología de nuestro tiempo.

Compartir el artículo

stats