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El destructor de los impíos

Éric Vuillard relata en La guerra de los pobres la historia de Thomas Müntzer, exaltado luchador contra la Iglesia

El destructor de los impíos Ilustración: Pablo García

Comienzo citando en largo precisamente para resumir: “Cuentan que dijo Lutero, al principio, en un aterrado grito de admiración: ‘¡No son los campesinos quienes se sublevan, sino Dios!’, Pero no era Dios. Eran sin duda los campesinos los que se sublevaban. A no ser que llamemos Dios al hambre, la enfermedad, la humillación, la penuria. No se subleva Dios, se sublevan la servidumbre, los feudos, los diezmos, el decreto de manos muertas, el arriendo, la tala, el viático, la recogida de la paja, el derecho de pernada, las narices cortadas, los ojos reventados, los cuerpos quemados, apaleados, atenaceados”. Perdone el lector tan largo parlamento, pero debo seguir: “Las querellas sobre el más allá nos llevan en realidad a las cosas de este mundo. Tal es todo el efecto que ejercen sobre nosotros esas teologías agresivas. Sólo así entendemos su lenguaje. Su impetuosidad es una expresión violenta de la miseria. La plebe se enfurece. ¡A los campesinos el heno! ¡A los obreros el carbón! ¡A los jornaleros el polvo! ¡A los vagabundos la moneda! ¡Y a nosotros las palabras! Las palabras, que son otra convulsión de las cosas”. Ya tienen ustedes ejemplificado el “tono Vuillard” o el tono del narrador de las novelas de Vuillard, si se quiere hilar fino. Exaltado, vehemente, gritón, discutidor, imprecatorio, chillón, juez que se inflama y denuncia, un autor que escribe a gritos.

Éric Vuillard (Lyon, nacido en ese 1968 tan denostado hoy, aunque tan espectacular entonces), cineasta también, conocedor del éxito gracias a sus narraciones basadas en hechos históricos, pero −creo que sobre todo− dueñas de un tono de mitin político total. Se le premió por La batalla de Occidente, donde nos contó la Gran 1ª Guerra; también por 14 de julio o la toma de la Bastilla; lo mismo por El orden del día, nada menos que “Premio Goncourt 2017”, con dedo acusador a los empresarios buitres que aportaron la pasta para que Hitler financiara su locura. Gracias a ese maestro artesano de las letras (dicho con todo encomio) que es Pierre Lemaitre, y a los más jóvenes como el izquierdista Vuillard y el voluntariamente excesivo Laurent Binet, cuyo HHhH solo se puede calificar de apasionante, no solo de narradores anglos o hispanos vive quien lee: vuelve la dulce Francia a marcar el paso.

Éric Vuillard ha tenido, además, mucha suerte. Exaltado como parece, se ha encontrado al exaltado perfecto, allá por el siglo XVI alemán: Thomas Müntzer. Müntzer −que firmaba como el título de estas líneas− fue confesor, predicador, activista, revolucionario, empeñado hasta la muerte en desmontar que el servicio a Dios y a la vez a las riquezas fuese ley admitida. Hasta la muerte literalmente: los seguidores de los ricos clavaron su cabeza en la puerta de cierta ciudad turingia, tras haber empalado lo que quedaba de su torturado cuerpo. No solo se proclamó anabaptista (es decir, nada de bautizarse antes de tener uso de razón), sino que se impuso el lograr que el reino de Dios cupiese en este mundo de aquí abajo, uniéndose a o dirigiendo o cooperando con una potente revolución campesina que, más que la reforma, ansiaba la revolución. Lutero le fue quedando muy a la derecha.

Pues bien, tirando del hilo Müntzer le van saliendo a Vuillard los heterodoxos o herejes que lo precedieron: más exaltación en medio de la exaltación. Como John Ball, en el XIV: “Los pobres derriban las puertas de las cárceles, liberan a los presos, salen hombres de los agujeros, los ojos cerrados, incapaces de ver, ancianos, fantasmas”. Como el checo Jan Hus, poco después, aunque con una diferencia sustancial: “Algo terrible anida en él [Müntzer], lo sacude. Está airado. Quiere la piel de los poderosos, quiere cargarse la Iglesia, quiere destripar a esa panda de cerdos, pero puede que todavía no lo sepa; y, por el momento, se asfixia. Quiere acabar con esa pompa y ese lujo asqueroso. El vicio y la riqueza lo abruman, la combinación de ambas cosas lo abruma. Quiere infundir miedo. La diferencia entre Müntzer y Hus estriba en que Müntzer está sediento, tiene un hambre y una sed terribles, y nada puede saciarlo, nada puede apagar su sed; Müntzer devorará los huesos viejos, las ramas, las piedras, los lodos, la leche, la sangre, el fuego. Todo”. Religión y política, litigios y escritos ardientes, contra los papistas, contra cualquier religión. Grita Müntzer y Vuillard lo amplifica a voces. Al final, la batalla de Frankenhausen dejó 4.000 muertos en el campo y su derrota. Contaba 35 años: “Su ira lo había llevado hasta allí”.

Cuenta tantas cosas el libro que ni nos creemos que sea tan corto. Y, muy propio de Vuillard, sin apenas mujeres, ojo al dato.

El destructor de los impíos

El destructor de los impíos

La guerra de los pobres

Éric Vuillard 

Trad. Javier Albiñana

Tusquets, 2020, 96 páginas 

15 euros

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