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La culpa, Dios y la carne en la estela de Joyce y Beckett

Una chica es una cosa a medio hacer, la narración con la que la irlandesa Eimear McBride dejó a la crítica con la boca abierta

“Puesto que. Tú pronto. Pronto le pondrás nombre. Suturada en la piel llevará tu crónica”. Al leer estas tres líneas puede ocurrir que al lector se le despierte en la cabeza, si está, el recuerdo rítmico de estos versos: “locura / locura de / de / cómo decir / locura de lo / desde / locura desde lo / dado ”. De forma similar, cuando lea: “Voy paseando negros de carretera coches van allí blancos como”, podrían despertársele ecos de una frase como: “Ineluctable modalidad de lo visible: por lo menos eso, si no más pensado a través de mis ojos” .

La primera cita recoge las palabras iniciales de Una chica es una cosa a medio hacer, la primera novela de la irlandesa nacida en Liverpool (1976) Eimear McBride. La segunda reproduce los primeros versos del que pasa por ser el último poema publicado por el irlandés Samuel Beckett (1906-1989), escrito en francés, titulado Comment dire? y traducido por Jenaro Talens. A su vez, la tercera cita se encuentra hacia el final de la novela de McBride, mientras que la cuarta proviene del Ulises de Joyce en la traducción de Valverde.

Confrontados al arranque de esta novela, suele suceder que los potenciales lectores refractarios se dividan entre quienes sufren la pereza infinita de abordar una pieza de intenso aroma neomodernista y los que deciden que no están los tiempos para farolillos retrovanguardistas. Una tercera categoría de hojeadores reacciona, sin embargo, como lo hizo la crítica anglosajona cuando en 2013 leyó Una chica es una cosa a medio hacer: se les salieron los ojos de las órbitas e iluminaron un castillo de elogios que valió a la novela una cascada de prestigiosos galardones y a la autora un contrato con Faber and Faber. De esas reverenciadas prensas han salido su segundo y tercer libros, aún por traducir al castellano: The Lesser Bohemians (2016) y Strange Hotel (2020).

El éxito, aunque tardío, fue el premio a la osadía de McBride, quien a los 28 años había escrito en seis meses un texto que tardó nueve años en hallar editor, una pequeña casa inglesa, Galley Beggar Press. Su responsable imprimió mil ejemplares y declaró que al leer la novela sintió lo mismo que al leer a Beckett por primera vez.

La irlandesa Eimear McBride.

La irlandesa Eimear McBride.

El lector que supere su reacción inicial de pereza, o no la sienta por gozar de mirada virginal, se encontrará pronto a gusto en un texto hipnótico que le llevará desde la oscuridad intrauterina hasta las tinieblas de un ocaso vital. Ya no podrá despegarse de esta historia de iniciación femenina, narrada en primera persona a un hermano dos años mayor, herido casi desde la cuna por un tumor cerebral que le dejará serias secuelas.

No hay nombres propios. No hay más localizaciones que una aldea, primero; una pequeña localidad rural, después, y, más tarde, una ciudad universitaria. Tampoco hay referencias temporales, más allá de un walkman que, con doce años, permite situar a la protagonista a mediados-finales de los 80. Y, sin embargo, hay de todo y casi nada bueno. Machismo de hombres y mujeres; ambientes rurales que chapotean en sus propios barros; fustigadora omnipresencia de un catolicismo preconciliar; madre desequilibrada, victimista, mezquina y violenta, aunque no más que sus convecinos; padre ausentado; familiares cortados por un mismo patrón represor de afectos, cuyo fin es ocultar el sexo en el infierno; crueldad escolar con el hermano enfermo; machismo de mujeres y hombres. Sexo. Infierno.

Una bomba. Una olla a presión que solo necesita una chispa eficaz: el abuso sexual infligido a la protagonista, desde los trece años, por uno de sus tíos. Al incendiarse la caldera hormonal de esa niña, se instala en ella un desconcierto que, en ese ambiente, solo puede derivar en una espiral de culpa mística: anhelos alternados y crecientes de pureza y pecado, de abstinencia, venganza y redención por el sufrimiento sexual, de intensos cuidados al hermano enfermo –aunque acercarse a él obligue a estar cerca del violador–, de huidas del espacio familiar, aunque la distancia acreciente la culpa. De tragedia, al fin.

La pregunta que sin duda se hará el lector conocedor de Joyce y Beckett –y otros referentes invocados, como Virginia Woolf, Edna O’Brien y hasta Hemingway, por la frase corta– es si el uso del molde neomodernista escogido por McBride está justificado. El resultado deja bien claro que sí –la novela sería otra en otro molde–, pero además se impone alguna precisión.

Como muestra un sesudo estudio cuantitativo, las similitudes con Joyce, en particular con Ulises, son superficiales. Un intermitente aire de familia. El estilo de McBride destaca por la frase muy corta, la oración fragmentada mediante puntos, la ausencia de comas, y la reiteración de la palabra final de una sentencia al inicio de la siguiente (anadiplosis). Ese estilo es constante en la obra con dos salvedades: los rezos y las admoniciones, armazón del corsé de culpa contra el que la voz narradora lucha mediante la fractura y retorsión de la frase. El estilo de Joyce, por su parte, es la paleta más variada conocida a un novelista.

Otra precisión. Esta atañe al flujo de conciencia, técnica que, a la ligera, se ha adjudicado a la novela. Si el flujo por excelencia es el monólogo interior de Molly Bloom, conviene recordar que su punto final, que también cierra el Ulises, es su único signo de puntuación. Lo que hay en Una chica es una cosa a medio hacer no es flujo, sino un quebradísimo decurso epifánico de la memoria, balizado por puntos que no solo acotan e hilvanan los recuerdos sino que, sobre todo, los ritman y modulan. Quien mejor lo explicó fue la propia autora. En 2014 aseguró que había buscado descender a una zona de la mente muy próxima a la experiencia. Tanto que, en ella, el lenguaje aun no se hubiera vuelto pensamiento formalizado.

Una chica es una cosa a medio hacer

Eimear McBride 

Trad.: R. Martín Giráldez Impedimenta

272 páginas

20,75 euros

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