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Carta de Wisconsin

Birds of America

Lago helado en Wisconsin

No es novedad que vivimos en un mundo
en el que la belleza es inexplicable
y queda de repente arruinada
poseedora de sus propias rutinas. A menudo nos encontramos lejos
de casa en una ciudad oscura, y nuestras pérdidas
son difíciles de traducir a una lengua
entendida por otros.

Así dice Charlie Smith en su poema “The meaning of birds”, y no es casualidad que sea con este fragmento que la escritora Lorrie Moore abre su libro de relatos “Birds of America”. Moore, que fue profesora en la Universidad Wisconsin-Madison durante muchos años, publicó esta colección de relatos cuando aún residía en Wisconsin. Este libro es, también, uno de los primeros que se sentaron en mi mesita de noche, la copia de la biblioteca tratando de llenar a pulsaciones un apartamento vacío.

Me subí a un avión destino Chicago hace seis años para comenzar un doctorado en literatura latinoamericana en la Universidad de Wisconsin-Madison. A partir de entonces, viví dividida en diferentes realidades paralelas. Unas, las más obvias, son las realidades geográficas, las realidades lingüísticas, las realidades culturales. Las menos obvias fueron las realidades que se abrían paso con empeño en los detalles: la fuerza de las estaciones, la naturaleza del Medio Oeste, la transformación del lenguaje.

Mi vida hasta entonces había estado enredada en el entramado del lenguaje. Desde el descubrimiento infantil de la lectura de la mano de mi madre y de mi abuela, hasta la posterior llegada de la escritura y el desarrollo de mi propio trabajo creativo y académico, cuando me mudé a Wisconsin me encontré en lo crudo de la transformación: no encontraba mi propio lenguaje. Para comunicarme con otros, para verdaderamente poder tocarlos y ser entendida por ellos, debía primero responder a una pregunta: ¿cuál era mi pájaro americano, su canción, la palabra intraducible a mi propio lenguaje?

Seis años después, escribo y veo la nieve acumulada a varios centímetros del suelo, cubriendo cualquier rastro de hierba que pudiera quedar en nuestro patio trasero. La nieve se posa sobre las cosas con delicadeza, como trapos de tela que arropan con cuidado las superficies. En el Medio Oeste el invierno puede ser una estación brutal. Puede golpearte la cara a -20 grados con una sola ráfaga de viento; congelarte las extremidades desde las puntas de los dedos hasta la nariz, el pelo y las pestañas; tambalearte y hacerte caer de manera fatal en la carretera, en los peldaños que van hasta la puerta de tu casa, en los kilómetros y kilómetros de hielo en los que se ha transformado el lago.

Pero el invierno también puede ser la estación de una seducción implacable. La belleza del invierno es impenetrable. Podría comenzar describiendo el sonido que reverbera desde el hielo hacia el horizonte cuando el viento sopla a través de la superficie del lago congelado al amanecer. O los graznidos distantes que anuncian la marcha de los gansos canadienses en migración. O las enormes bandadas de cisnes de tundra cubriendo con sus blancos cuerpos el cielo en Año Nuevo, el sol del atardecer rozándoles las plumas en un último adiós hasta que regresen de su viaje. A veces un cardenal brilla entre el paisaje nevado, rojo en su resplandor, como una aparición. O también, el centelleo azul del arrendajo atravesando tu línea de visión con su inconfundible canto. 

Esta belleza es especialmente valiosa e inexplicable, precisamente por su fugacidad. En ocasiones, dice Smith en su poema:

La marea trae un charrán
engrasado y tieso; a veces, un cardenal
o un ruiseñor golpean la luna de tu coche
y tu alma dice dios mío y se estremece
ante el rápido e inesperado final
de la belleza.

Somos actos inexplicables, quizás por ello actos de belleza incomprensible. Estamos aquí por pura causalidad, y es esa imprevisibilidad de nuestras acciones, la combinación de incalculables coincidencias –como quedarte quieta junto a un árbol en el momento exacto en el que un águila calva se posa en sus ramas–, la que genera un nuevo curso en el entramado de tu lenguaje, en las posibilidades que se abren cuando abrazas todo lo que te es impenetrable. El invierno es una de las estaciones más duras: es una época de transformación. En estos seis años abracé esa tensión y dejé que el brutal final de la belleza, tal y como la había entendido hasta entonces, me estremeciera. Sólo así se reveló ante mí mi propio pájaro americano y su canción. 

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