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Música

El ejemplo francés

La creación de un Centro Nacional de la Música, un revulsivo desde las instituciones públicas

La Orquesta Nacional de la Isla de Francia.

Francia es uno de los países europeos que mejor entiende la vertebración cultural en su territorio y la importancia decisiva del sector en su conjunto para ofrecer una potente imagen de identidad de cara al exterior, una imagen de marca de enorme poder.

En el ámbito estricto de la música, las instituciones públicas han sido ejemplares. El apoyo constante a las orquestas sinfónicas, a los teatros de ópera, de opereta, al jazz y a otros géneros ha sido constante y, concretamente, Francia es una de las grandes potencias mundiales en ópera y música clásica en general gracias a un mecenazgo público sostenido y constante, manifestado en la construcción de equipamientos, en el impulso a las agrupaciones y en la capacidad presupuestaria, a través de las temporadas y festivales, para conseguir estar presentes en todas las giras internacionales. De hecho, las voces críticas nunca han llegado por que ese apoyo a la música sea excesivo, sino todo lo contrario, exigiendo más medios para el desarrollo del sector.

Ahora se da un paso adelante con una nueva estructura de reciente creación, el Centro Nacional de la Música (CNM) que busca, como premisa principal, un apoyo directo y sin fisuras a la creación, a todos aquellos apartados musicales en los que la “rentabilidad económica” no está y que pueden desaparecer sin un apoyo no regido exclusivamente por las leyes del mercado. La entidad está centrada, ahora, en paliar las consecuencias de la pandemia para los creadores, pero su voluntad a medio y largo plazo es la servir de palanca a la creatividad, de gran altavoz de una política cultural centrada en la música “en todas sus estéticas”.

Se encarga de sumar esfuerzos para que nadie se quede atrás en una iniciativa que bebe de todo el trabajo que desde finales de la década de los sesenta del siglo XX se ha realizado en el país vecino para impulsar la difusión y el conocimiento de la denominada música culta (tanto la contemporánea como la que tiene ya carácter de patrimonio), así como otros estilos como el jazz o, incluso, años después, la “chanson”. Según señala el periodista Éric Delhaye, “cumplir su misión no va a ser fácil porque el sector se caracteriza por sus disparidades estéticas, sociológicas y económicas. Se trata de muchos ámbitos con intereses a veces contradictorios”. Ahí está el reto, en encontrar el equilibrio y en establecer prioridades. Todo ello nos lleva a un debate que en España ni ha empezado.

La realidad francesa no es algo casual. Es fruto de políticas que, después de la Segunda Guerra Mundial, fueron conscientes de la necesidad que la música requiere de una defensa firme y decidida por parte de las instancias públicas. De todo ese trabajo de décadas, con sus aciertos y errores, se llega a una sensibilidad especial en la que incluso las prestaciones sociales a los artistas tienen otro calado que las de países como el nuestro, en el que son inexistentes. España necesita con urgencia una reflexión al respecto, un equilibrio en los sistemas estatales de protección a la música. El actual sistema de subvenciones es un despropósito y genera agravios comparativos de manera continua. Falta la capacidad para dar cobertura seria a las agrupaciones, a los ciclos y a las diferentes iniciativas locales y regionales. La descentralización no puede ser la disculpa para no hacer nada, para evitar la implicación del Estado en la vida cultural del país, más allá de meras declaraciones de intención. Ojalá no todo quede en manos del mercado, porque las estructuras quedarán muy dañadas tras la pandemia. Cuando esto pase, de no tener la valentía de reenfocar el sector con un fuerte revulsivo, la catástrofe cultural puede ser tremendamente dañina. Ahora se debería estar trabajando sobre todo ello. Me da la sensación de que muy poco, o nada, se está haciendo.

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