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Viaje de invierno

“Arboleda”, de Esther Kinsky, se lee como un intenso poema de la tierra y de los muertos

Desde Goethe hasta Josef Winkler, pasando por Jakob Burckhardt, Nietzsche, los miembros de la familia Mann o W. G. Sebald, Italia ha ejercido una atracción irresistible sobre el genio en lengua alemana, se exprese en su vertiente suiza, alemana o austriaca, una atracción que va más allá del tópico de la diferencia y de la otredad, del contraste entre la niebla y la luz, entre el Norte y el Sur o entre el Romanticismo y el Renacimiento, afectando a aspectos que consideramos medulares tanto en la cosmovisión como en el pathos germánico: la función del arte, la solemnidad del conocimiento, el diálogo permanente con la muerte.

“Arboleda”, de Esther Kinsky, indaga en esta fecunda relación y en el trasvase de materiales intelectuales pero también físicos desde suelo italiano hacia el vecino septentrional, y lo hace en una obra cuyo subtítulo, “Geländeroman”, novela del territorio, resulta diáfano en lo que se refiere al segundo sustantivo y algo menos evidente en lo que atañe al primero. “Arboleda” es, ante todo, un libro de duelo, un triple regreso a Italia mediante el que su autora intenta en vano conjurar el fallecimiento del esposo y dialogar con la pérdida del padre. Y escribo “en vano” porque es la propia Kinsky, en el magnífico fragmento final dedicado a Fra Angélico y a su representación de la muerte de san Francisco de Asís, quien confirma que ni siquiera la contemplación del más bello de los colores, el lapislázuli del genial dominico, “llega a brindar consuelo a la comunidad de los dolientes”.

Esther Kinsky

Esther Kinsky

Nada, en efecto, en este libro contenido y exacto, obsesivo en su lectura del paisaje, en su modulación de lo animal y de lo vegetal, en su exhaustividad y en su exuberancia lingüísticas, nos libera de la sensación de que, a la postre, incluso con el ánimo templado y con la prosa negándose cualquier tentación de arrebato, el destino último de estas páginas es el dolor. Un dolor sin duda morigerado, domesticado, casi virgiliano, ceñido a una renovada genealogía de los trabajos y de los días, como si en los afanes de los africanos en las estaciones de autobuses, de los salineros en la Llanura Padana o de los anónimos constructores de los mosaicos de Rávena pudiera encontrarse una coartada, si no para la narcosis del sufrimiento, que se reclama imposible, al menos sí para la posibilidad de un discurso consolador, discurso que se insinúa en la escritura como lugar de escrutinio.

De esa forma, dos grandes fuerzas vertebran este texto que se lee como un intenso poema de la tierra y de los muertos, mahleriano por momentos, en el que los escenarios del adiós (los cementerios entre olivos, las necrópolis etruscas, el apocalipsis del judaísmo ferrarense que noveló Giorgio Bassani) conviven con los teatros donde la vida se renueva constantemente (el paso de las estaciones, los ríos insomnes, los hombres en sus oficios), poderes ambos que este libro honesto renueva con formidable exigencia en su retrato de un viaje de invierno.

Arboleda

Esther Kinsky 

Traducción de Richard Gross

Periférica, 336 páginas

19,90 euros

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