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El entrenamiento

El entrenamiento

Todas las mañanas, cuando todavía es de noche para los demás, con los ojos medio abiertos voy dando tumbos hasta el baño y me desplomo en el váter, pongo dos trompetas a mis pechos y bombeo leche a nivel 3 de succión. Puede llegar al nivel 9, pero me da miedo de que, si bombeo a ese nivel, ni mi mente ni mi cuerpo vuelvan jamás a su estado original. Puedo aceptar la sensación de poder / humillación que me proporciona estar conectada a una bomba de succión eléctrica, pero solo si ronronea a un pacífico nivel 3. Mis pezones ya parecen Ferrero Rochers de fresa en miniatura y no quiero saber qué pasaría a un feroz nivel 8 o 9. Hacer eso equivaldría a renunciar definitivamente a la identidad de mis pechos. Sería una traición a mi yo anterior, un yo orgulloso y delicado, con su training bra con delfines. Quizás sea inevitable.

Parece ser que el término training bra no existe en español. Es un sujetador de niña, tipo sujetador deportivo, pero lleva todo el significado simbólico del primer tampón. Solo que menos aterrador. Es un sujetador que te pones cuando cumples nueve o diez años para sentirte como una adolescente tetona. El sujetador de entrenamiento, el quiero-ser-sujetador, era un producto aspiracional en los Estados Unidos. Suavemente nos introducía a la idea de ser adultas, de tener cuerpos deseables y objetificables.

Como los mismos sujetadores, nosotras estábamos entrenándonos para nuestro glorioso futuro. El día en el que mi madre sucumbió a mis ruegos y me compró mi primer training bra fue el día en el que supe que de alguna manera, algún día, me haría mujer. El mío era un tubo de algodón, sin forma y sin copas, color turquesa, con un delfín destellante y sonriente. Precioso.

Los días de mi training bra estuvieron llenos de contradicciones. Por la mañana me paseaba por la casa practicando ser mandona y repelente, y por la tarde jugaba con mis amigas a fantasear o me ponía a llorar porque una de ellas mencionaba mis piernas peludas. Me ponía brillo en los párpados y me obsesionaba la coreografía de los “Back Street Boys”, pero me negaba a sonreír con la boca abierta, porque me avergonzaba mi aparato de dientes. Una mocosa insegura que, bajo todas esas capas de ansiedad preadolescente, sabía que una maravillosa joya marina le hacía compañía.

El training bra no duró mucho. Se gastó y las gomas se aflojaron de tanto usarlo. Como todas, por fin tuve que evolucionar y entrar en una vida con pechos de verdad. Ahí es donde me encuentro ahora mismo. Mis pechos han perdido su papel erótico y ahora cumplen su función primaria de ubres. Están hinchadas y succionadas y tengo que llevar protectores todo el día y toda la noche para empapar la leche que se me escapa por los pezones. No hay orgullo o dignidad, diversión o ambición, nada de jugueteos ahora para estos pechos. Todos mis sujetadores actuales tienen mecanismos para separar las copas, alas de pájaro cortadas. Me encuentro echando de menos aquellos días en los que me entrenaba precisamente para esto. Los días de training.

Y echo de menos al delfín. Saltando inocentemente de una ola a otra, sin preocupaciones, con el sol brillando en su aleta. Ese delfín sonriente que me animaba. Que bailaba conmigo, que jugaba conmigo, asegurándome que algún día podría llegar a ser una gran mujer.

Olaya Barr, escritora, fotógrafa y maestra de ascendencia asturiana arraigada en Nueva York, ha escrito especialmente para “Cultura” esta narración inédita.

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