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CARTA DE WISCONSIN

El jilguero

Abril, el mes del libro, es también el del renacer de la luz y el color

Cultura - Libros

Todo empieza con una explosión. Un polvorín oculto en el convento de Santa Clara, una llamada de teléfono inesperada, pasar la primera página del libro que te cambiará la vida, una bomba en el Museo Metropolitano de Nueva York. Inmediatamente después del estallido, el mundo se apaga y se enciende ante ti en cuestión de microsegundos. El mundo está en llamas, y tú entras en combustión con él, al unísono.

Carel Fabritius contaba 32 años cuando una explosión que surgió de las entrañas del convento de Santa Clara, en la ciudad holandesa de Delft, arrasó el centro de la ciudad en 1654. Allí estaba el estudio del joven pintor, quien murió a causa de la explosión, y, con él, se perdió la mayor parte de su obra. Del trabajo de Fabritius se conserva apenas una docena de pinturas, entre ellas, una de una belleza deslumbrante por su misteriosa simpleza: “El jilguero”. Posado sobre un aro de metal que surge de la pared, el pajarillo mira al espectador desde los tonos ocres del cuadro. Al prestar más atención, se puede ver cómo una fina cadena de metal ata una de sus patas a la estructura semicircular. Sus ojos brillan desde el fondo de la pintura.

Abril es el mes de las explosiones. En gran parte del hemisferio norte, la naturaleza estalla en colores de luz renacida en un estrépito verde en el que los pájaros cantan hasta el anochecer. En abril también nacieron mis abuelas. La abuela Maxi no sabía el día exacto de su cumpleaños, pero solía decir que era el 23 de abril: el Día del Libro. En su casa, ese día siempre estuvo asociado a la celebración de la lectura. Era un día de encuentro, en el que la actividad íntima se volvía pública y las calles vibraban llenas de libros. Además de ser una ávida lectora, mi abuela también era amante de los pájaros. Pequeños, grandes, coloridos, con sus piernas rotas o su aletear rápido y preciso, ella les daba de comer a todos unos granitos de arroz que dejaba cuidadosamente en la ventana. Con ella aprendí no sólo a leer, sino también a ofrecer la mano, a dejarla quieta.

Los 23 de abril, en casa de la abuela Maxi, la actividad íntima de la lectura se volvía pública

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En Estados Unidos no existe una celebración parecida y, sin embargo, el 23 de abril sigue siendo mi día favorito, mi secreto día de celebración y encuentro. A finales de abril, un amigo se sentó conmigo en un banco frente al lago. Mientras le daba sorbos a su café, me habló con la mirada brillante de la novelista Donna Tartt, de Theo Decker, joven protagonista de su novela “The Goldfinch”, ganadora del Pulitzer en 2014, y de cómo éste, tras la explosión que mata a su madre en el Museo Metropolitano de Nueva York, se convierte en el único poseedor de “El jilguero” de Carel Fabritius. Hay algo especial en estos relatos que llegan como un regalo: se posan con un pequeño alumbramiento a tu lado, te miran con un brillo en los ojos, abres la mano, sucede la explosión.

Donna Tartt no concede muchas entrevistas, pero en una ocasión reveló que había acabado de escribir sus dos primeros libros un 24 de abril. Y será que abril es el mes de las flores o de una celebración, pero todo empieza siempre con una explosión. Abro la novela, y la madre de Theo dice: “La gente se muere, cierto, pero es tan doloroso e innecesario este modo en que perdemos cosas... Por puro descuido. Incendios, guerras. El Partenón solía ser un almacén de pólvora. Supongo que cualquier cosa que logremos rescatar de la Historia es un milagro”. Bajo el libro. De entre las páginas, surge un jilguero norteamericano, sus plumas amarillas centelleando entre el humo y la pólvora. Extiendo la mano. La revelación acontece, una vez más, entre las llamas.

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