POR LO VISTO
Bye, bye, Bond
Daniel Craig deja el personaje tras destapar su vulnerabilidad emotiva

Daniel Craig. / Carlo Allegri
María Donapetry
No merece la pena a estas alturas escribir una reseña de la última película de la serie Bond, James Bond, con Daniel Craig de protagonista. Señalar, eso sí, que la duración (casi 3 horitas, 3) es una indulgencia extravagante e innecesaria, dado que el guion o los muchos hilos de esta historia concreta podrían haberse trenzado en menos minutos. Pero esto no es lo que interesa. El tema es Daniel Craig y su despedida de la saga Bond. Craig, con “Casino Royale”, convirtió la masculinidad Bond en algo diferente a sus predecesores. Aun cuando los directores y guionistas saben que están creando historias en una época en la que se rinde pleitesía (retórica por lo menos) al valor de la mujer como persona y no simplemente como objeto sexual desechable, no dejan de redondear las características de varón alfa en la piel de Daniel Craig. Curiosamente este Bond es el hombre omega y no solo porque su muñeca ya no lleve el consuetudinario Rolex de antaño (éste lleva un Omega), sino también porque hace gala de una vulnerabilidad emotiva que destaca su diferencia con Sean Connery o con Pierce Brosnan, pongamos por caso. Estos demostraban su fibra masculina a base de enfrentarse con humor a malvados y maldades de todo tipo y, además, se llevaban al huerto a toda buena moza que se les cruzaba en el camino. No así el James Bond de Craig. En cada una de las películas que ha interpretado este actor hay una relación emotiva importante con una mujer de fuste, de las que dejan huella, aunque no se trate de una amante en todos los casos (recuérdese el “bond” [lazo] entre James y la M interpretada por Judi Dench en “Skyfall”, por ejemplo).
En esta despedida, Craig parece un hombre mayor (eufemismo ambiguo) porque ya tiene sus añitos y, por el momento, no se ha hecho ningún arreglo estético. Su enamorada –la actriz Léa Seydoux– tiene unos veinte años menos y continúa en su papel de Madeleine Swann (no sé si haciendo algún eco de la madalena y el Swann proustianos, pero, en cualquier caso, un nombre más acorde con los tiempos comparado con el de Pussy Galore [chocho abundantísimo] de “Goldfinger”), con el añadido de ser madre. El malo ya fue malo en la infancia de Madeleine y ahora convierte sus actividades maléficas en una amenaza de alcance global. Insisto, lo que acaba por interesarnos más no es tanto cómo va a impedir Bond que el malo tenga éxito, que lo impedirá, sino qué emociones le motivan. Y son éstas las que efectivamente le mueven: el asesinato de su amigo Félix, su enamoramiento de Madeleine y la sospecha de que la niña de ésta sea suya (¿de él mismo?) y esté en peligro inminente.
La conclusión de la historia no podría haber sido más apoteósica. El malo y sus maldades desaparecen para siempre, claro; pero el precio es un sacrificio que va más allá de la llamada del deber incluso para un efectivo del MI6. Bond, consciente de su absoluta vulnerabilidad como hombre, como enamorado y como padre, se sacrifica y, con su muerte (provocada por una sinfonía de explosiones terroríficas), la humanidad se libera de la cueva del brujo y todas sus pociones ponzoñosas.
No me cabe duda de que habrá más agentes 007 porque también habrá otros perversos que amenacen la buena marcha del mundo (occidental, por supuesto). Y seguiremos yendo a ver sus aventuras y sus propuestas heroicas reconociendo los diálogos que la novedad mantenga con sus muchos antecedentes. No será el cuerpo de Daniel Craig el que encarne al próximo agente, pero su Bond será el referente que cambió las posibilidades del modelo a seguir.
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