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El poder en un libro magistral de claves

Pedro Barceló descifra aspectos nucleares de la Antigüedad que aún tienen un significado concreto en nuestro horizonte de experiencias

Siempre he dicho que en Historia el simple erudito tiene los datos (fruto de su ingente labor de apasionada búsqueda documental, en ocasiones impulsada por la funesta pulsión de la pura grafomanía) y el maestro posee, además, las claves que permiten comprender y dar sentido al período estudiado. Esto último es lo que sucede con este epítome monumental del profesor Pedro Barceló, por más que, con modestia propia de gran científico, nos advierta escépticamente que el concepto que guía la realización de su obra se basa en la convicción de que cualquier registro del pasado sólo puede ofrecernos, en el mejor de los casos, fragmentos de la realidad, de una parte, y de que no existen certezas absolutas acerca de su reconstrucción (por no decir reinvención), de otra.

Pedro Barceló (Vinaroz, Castellón, 1950) ha realizado su carrera académica íntegramente en Universidades alemanas, especialmente en la de Potsdam. Precisamente el libro que reseño se publicó en alemán en 2019, no correspondiendo la traducción española (a veces sintácticamente hostil a nuestras preposiciones) a su ilustre autor. Que se trata de una obra de claves lo anuncia Barceló desde el principio de su compendio de dos milenios fundamentales. Aquello que ha pretendido es, señala, “descifrar” aspectos nucleares que se generan en la Antigüedad y que continúan teniendo un significado concreto en nuestro propio horizonte de experiencias. No estamos, pues, ante un manual enciclopédico estructurado cronológicamente, sino temáticamente, selectivamente, transversalmente.

Los pueblos de los que se habla (helenos, persas, púnicos, judíos, romanos, iberos, celtas y germanos, principalmente), no obstante su heterogeneidad, pertenecen a una plataforma cultural común. Donde esto resulta más visible es en el ámbito de la religión cristiana, cuya expansión resulta inimaginable sin tener en cuenta sus orígenes judíos, la aportación de la intelectualidad helenística y el pensamiento jurídico romano.

Otra prueba acerca de la homogeneidad de las sociedades antiguas se evidencia en los proyectos constitucionales y las formas de gobierno de Grecia y Roma. Mutuamente vinculados, son la base de la arquitectura política e ideológica de los Estados modernos. Estas “claves civilizatorias”, en fin, demuestran la capacidad integradora de la cultura antigua, así como su alto grado de afinidad y conexión interna. Por citar un ejemplo, los términos “universalidad” y “globalización”, tan de actualidad hoy, se remontan al espacio cultural generado por la civilización helenística y su ampliación y difusión a través del Imperio romano.

Pues bien, entre las ideas axiales que la Antigüedad nos transmite –y que aquí por motivos de espacio es obligatorio acotar, remitiendo al lector en lo demás a la enjundiosa, pero clara, obra de Barceló–, está la del imperio de la ley y la del gobierno de las leyes frente al gobierno de los hombres. Ya decía Heráclito que “el pueblo debe luchar por la ley como por sus murallas”. En los propios textos de Hesíodo cabe encontrar un apasionado llamamiento contra la “arbitrariedad” de las capas dirigentes de la sociedad. Y de ahí también que desde el siglo VII a. C. se multiplique el número de voces que reclaman y exigen la publicación de las leyes, para combatir los abusos de autoridad que comportaba una interesada aplicación del derecho. Junto a esto, y como es bien sabido, la democracia ateniense fue una forma constitucional sin parangón en el siglo V de la era precristiana. En el proceso de reflexión política que conlleva la pugna ideológica y territorial con otras comunidades de la época dentro de la Hélade (señaladamente con Esparta), se tipifican la oligarquía y la tiranía como modelos constitucionales antagónicos del sistema democrático reinante en Atenas. La defensa idealizada de éste en el pensamiento político oscila a menudo entre la invisible línea que en la mentalidad helena separa y anima al mismo tiempo la Historia y el mito.

El historiador Heródoto es un buen ejemplo de tal idealización al describir la figura de Solón como paradigma del ciudadano perfecto, aquel que procura la prevalencia de los intereses públicos sobre los asuntos o negocios privados. A través de esta modelización cívica se transmite una posición política esencial. “Asistimos –escribe Barceló– al nacimiento del patriotismo constitucional, ya presente en la tragedia, pero desarrollado por Heródoto con mayor nitidez si cabe”. La ejemplaridad de Solón (contrapuesta a la figura del monarca oriental Creso) le sirve al historiador de Halicarnaso para propugnar un arquetipo de estadista capaz de lograr el difícil equilibrio entre el manejo del poder (arché) y el peligro que su ejercicio conlleva (hybris). Esa misma ejemplaridad se encuentra también en Cicerón.

Al enfrentarse a Marco Antonio, y especialmente a Octavio, Cicerón se hallaba una vez más –y sería la última– ante hombres dispuestos a sobrepasar todos los límites morales y legales en su propio beneficio, y conseguir así sus objetivos en el mortal juego de poder en que se había convertido la República romana. A pesar de su autoridad y prestigio, Cicerón, observa Pedro Barceló, “carecía de la voluntad absoluta de poder que él consideraba impropia de un hombre de Estado”. La idea de la res publica y sus líderes que había construido para su amada patria se hallaba lejos de la realidad. Ciertamente, hubiera querido ser un político de más éxito, pero no estuvo dispuesto a pagar cualquier precio a cambio, y se consoló con la idea de que “el verdadero valor de un hombre no reside en lo que ha logrado, sino en lo que ha aspirado”. Personalmente, estoy de acuerdo: es otra forma de decir que el honor y la gloria no se encuentran en el triunfo (quizá fruto del mero azar), sino en el denuedo y la nobleza del combate.

El mundo antiguo

Pedro Barceló

Alianza Editorial 816 páginas

36 euros

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