Khristen nace, muere y resucita. Conjuga tres verbos que ni el más común de los mortales se atrevería a colocar en una misma frase, y además los conjuga cuando ni siquiera ha aprendido a hablar. Estuvo muerta el tiempo suficiente como para pensar que, en su resurrección, sería especial. Por eso su madre cree que está destinada a hacer grandes cosas: a convertirse en brújula de la Humanidad, ella que se ha deslumbrado con la luz blanca del Hades para iluminar a los vivos. Afortunada o desafortunadamente, Khristen no se orienta, no ve nada que no vean los demás. No es una Greta Thunberg visionaria que regresa del purgatorio, porque el planeta Tierra de La rastra (Seix Barral) ES el purgatorio. En su primera novela en veinte años (¡y vaya novela!), Joy Williams describe el periplo de Khristen por el apocalipsis sin convertirla en mártir ni en agente redentor; esto es, elude por completo todas las tentaciones didácticas de la distopía ecológica, quizás porque sabe que no hay nada que enseñar que no hayamos destrozado ya.

Estamos más cerca de la impredecible poética del desastre del Ruido de fondo de Don DeLillo que del realismo adusto, desértico, de La carretera, de Cormac McCarthy. Si no fuera por la extraña ternura que emana de sus páginas, que nace de la orfandad de la adolescente Khristen -que, al salir del colegio para niños prodigio donde la internó su madre, se encuentra inmersa en un mundo donde "el término agricultura ha perdido su significado" y los manifiestos ecológicos "parecían las excreciones de algún insecto" que repiten con frecuencia palabras como "aridez, desertificación, infestación, erradicación, degradación, salinización y urbanización"- y la amistad que traba con Jeffrey, un niño de 10 años que habla como un filósofo borracho de lucidez, también podría ser una novela de Ballard, sobre todo en cómo aprovecha la atmósfera perturbadora de los marchitos escenarios del capitalismo neoliberal (ese resort turístico convertido en el Instituto, el último refugio para inconformistas seniles con objetivos que serían apocalípticos si el apocalipsis no hubiera llegado ya) como mapas de una distopía que todos estamos contribuyendo a diseñar.

Da la impresión de que a los personajes de esta magnífica novela solo les queda el lenguaje. Los especialistas en ecocrítica -aquella escuela de los estudios literarios que, en los años setenta, se preocupó de analizar el modo en que la literatura despertaba la conciencia ecológica dando voz a la Naturaleza a través de estrategias narrativas y retóricas que desplazaban la mirada antropocéntrica de los textos, que la ponían en otro lugar- han de sacar sus lápices para subrayar el misterio, a la vez hipnótico e indescifrable, de la prosa de Williams, especialmente de sus diálogos. 

Del mismo modo que El cazador Graco, de Kafka, parece funcionar como alegoría de la historia de Khristen, una alegoría que ni siquiera nuestra protagonista sabe cómo asimilar, el planeta Tierra (su decadencia, su caída en un vacío del que resulta imposible un renacimiento) se transforma en un jeroglífico fascinante, que nos desconcierta porque somos nosotros los que lo hemos inventado, y hemos olvidado cómo interpretar.

'La rastra'

Joy Williams

Traducción de Javier Calvo

Seix Barral

320 páginas. 19,90 euros