CARTA DE WISCONSIN
Nostalgia y migraciones
Sentir añoranza sólo significa que algo se nos ha perdido por el camino

Puesta de sol en Madison (Wisconsin, EE UU). / Ruth Llana
Ruth Llana
En otoño siempre es fácil sentir nostalgia. Es la época de las castañas, de las hojas de colores que poco a poco caen secas, de celebrar todos nuestros santos. Y aunque la nostalgia de la seronda se parece a la de las últimas veces, hay un tipo de añoranza muy sigiloso que gusta de colarse de manera insidiosa en esta estación, y esa es la nostalgia de las primeras veces. Los primeros encuentros; descubrir un secreto y sentir su sorpresa, el dolor, el vacío, o una enorme alegría; enamorarse; mirar a los ojos de alguien y que por primera vez algo sea distinto; esa vez en que te dio un vuelco el corazón; la primera mentira; el momento en que miras atrás y comprendes que tu aquí y tu ahora son tan distintos, y que tú eres también tan distinta; que se haga palpable esa primera vez en que no eres capaz de reconocerte.
Seamos honestos: las primeras veces están sobrevaloradas. Pero, ¡ah!, ¿quién no ha mirado atrás alguna vez y se ha encontrado con un yo del pasado, un otro perdido para siempre en un ayer remoto, y no ha deseado con todo el ímpetu de su ser volver a ese primer momento, al instante en que lo teníamos todo, a esa revelación? Sentir añoranza sólo significa que algo se nos ha perdido por el camino, o que lo soltamos, lo dejamos ir, se nos cayó de las manos y no nos dimos ni cuenta.
La poeta estadounidense Mary Oliver lo dice en uno de sus poemas: "Para vivir en este mundo / debes ser capaz de / hacer tres cosas: / amar lo que es mortal; / abrazarlo / contra tus huesos sabiendo que / tu propia vida depende de ello; / y, cuando llegue el momento de soltarlo, / soltarlo".
Hay cosas que para perderlas hay que soltarlas dos veces. O más. Otras se caen una vez, una sola, y ya no regresan. Y hay cosas, las más inesperadas, que vuelven, se reencuentran con nosotros. Después de pasar siete otoños en Wisconsin, sigo preguntándome si de tanto soltar y soltar cosas he terminado perdiendo la posibilidad del retorno.
Las primeras veces están sobrevaloradas. Y perder cosas. Lo sobrevaloramos todo, lo apretamos contra nuestros huesos. Quizás nuestra vida depende de ello. Perder algo por primera vez puede ser un acto revolucionario, pero hay algo aún más transformador: los reencuentros. Un reencuentro no es una primera vez, o quizás no lo parece a primera vista, porque un reencuentro es una primera vez desdoblada. Y una segunda vez. Y una tercera. Infinitas posibilidades que nos permiten volver transformados, ser nosotros mismos pero distintos, volver otros, irreconocibles. El precio a pagar por el regreso parece justo. Perder repetidas veces, seguir perdiéndose, añorar hasta el final de la cuerda, aprender a soltar lastre, quedarse con la incertidumbre de no saber si una volverá a reencontrarse con aquello que hemos dejado ir, o si una misma será capaz de haber cambiado lo suficiente para facilitar el reencuentro. Desde la añoranza de este otoño en el que no me reconozco, sé que he pagado mi precio.
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