música

Una nariz rampante

Sensacional montaje de la ópera de Shostakovich en el teatro Real

Un momento de la representación. | Javier del Real / Teatro Real

Un momento de la representación. | Javier del Real / Teatro Real / Cosme Marina

Cosme Marina

Cosme Marina

La apuesta del teatro Real por ir saldando cuentas con el repertorio lírico está dando frutos magníficos. Poco a poco la capital va ampliando títulos que permanecían ajenos al mismo por la azarosa historia de un coliseo con vida lírica aún limitada en su larga existencia, muy fructífera en sus primeros años de vida, pero demasiado exigua a lo largo del siglo XX hasta ya llegar a la reapertura del mismo como teatro de ópera que ha propiciado gran esplendor a la vida operística madrileña.

Ahora le llega el turno a uno de los títulos operísticos de más difícil clasificación, "La nariz", de Dmitri Shostakovich, un monumental fresco sobre la estulticia humana, con libreto basado en el célebre cuento satírico de Nikolái Gógol. Una historia de trazos grotescos y surrealistas, en la que un alto funcionario de San Petersburgo pierde su nariz de forma repentina. El apéndice cobra vida propia y acaba, ni más menos, como consejero de estado, aspiración oculta y frustrada de su legítimo propietario. Las vicisitudes por darle captura y restituirla a su función primigenia sirvieron a Gógol para criticar la asfixia de la burocracia zarista y a Shostakovich para evidenciar qué poco había cambiado en el "paraíso soviético" del nuevo Leningrado. De hecho, la crítica del régimen la tachó de "bomba de mano anarquista" y fue aparcada durante décadas por "formalista". Curiosa censura de los músicos proletarios, siempre tan atentos a la hora de buscar la uniformidad de la música más conveniente para el pueblo.

Esta producción presentada en el teatro Real tiene dos soportes esenciales. Por una parte, una dirección de escena fastuosa de Barrie Kosky que potencia la veta cabaretera de la trama y que hace que la vida de la rampante nariz discurra a velocidad de vértigo, con maestría dramatúrgica mayúscula. Por otra, la versión musical de Mark Wigglesworth es incuestionable. La obra es de una dificultad absoluta y el trabajo del maestro deja ver la madurez alcanzada por la orquesta y el coro del teatro y su propio dominio de una partitura de la mayor exigencia. El contraste dinámico, la fortaleza del bloque y de las individualidades, el ajuste impecable con el reparto, convirtieron su prestación en un verdadero deleite para el espectador.

Y al frente del elenco, monumental, una vez más, Martin Winkler. Soberbio Kovaliov, el bajo-barítono austriaco desgranó el personaje con una capacidad dramática apabullante y una idoneidad vocal totalizadora, sin el menor altibajo en una prestación agotadora por su altísima exigencia. De los más de treinta cantantes que integraban el reparto podrían destacarse a Ania Jeruc, Alexander Teliga, Andrei Popov o Agnes Zwierko. Pero no sería justo trazar en exceso las individualidades en exclusiva, porque un reparto coral estado de gracia defendió el título con la mayor holgura y en el que también destacó el tenor asturiano Juan Noval-Moro, que interpretaba tres roles.

La producción, comisionada entre el Real, la Royal Opera House de Londres, la Komische Oper de Berlín y Ópera Australia, contó también con guiños locales, a modo de gotas perfomativas, con la intervención de la presentadora Anne Igartiburu en una rocambolesca intervención final ("hola narigones"). Fastuosa velada que permite disfrutar de una obra tan infrecuente a un nivel de calidad que no encuentra rival en nuestro país.

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