El suplemento "Cultura" alcanza hoy su número 1.500: coordinadores y colaboradores analizan este hito
Para celebrar ocasión tan señalada, en la entrega de esta semana se incluyen una decena de artículos y una selección de algunas de sus mejores portadas
Duración y tradición
Luis Muñiz
En las ocho páginas donde hoy celebramos los 1.500 números de "Cultura" y sus 36 años y tres meses de vida, hay quien habla de la crítica literaria, de los suplementos literarios, del nacimiento, adolescencia y madurez de este suplemento, incluso de su relación vital con él se habla en algún caso, por haber durado y seguir durando desde su primer alumbramiento el vínculo entre una firma y estas columnas. Y de una especie de duración me gustaría también hablar a mí, una duración distinta de la sucesión, semana tras semana, de entregas, un plano en el que la criatura, a pesar de sus años, continúa dando muestras de robustez. Hablaría de una duración que, a la manera bergsoniana, sería o querría significar más que una suma de instantes aislados (entregas) que ocupan un espacio. (Imagen: las páginas de papel que, con periodicidad semanal y por grupos de ocho, van encimándose dentro de un armario situado a la derecha de mi mesa de trabajo.)
La duración de la que hablo, de la que quiero hablar más bien, se asimilaría a una continuidad o una fluencia, como dice el filósofo francés, y se correspondería con el cultivo de lo que, con respeto o con desdén, eso ahora da igual, solemos llamar tradición, y que consiste en examinar, desde el presente en que uno vive, el pasado literario más inmediato, aunque no más que los pasados de ese pasado que una vez fue presente. Dicho de otra forma, ese cultivo de la tradición sería el trabajo de validar, a la vez que el producto del presente, los productos de esos pasados que ya no acuden a nosotros en sucesión, sino como cuadro o esquema esencial, fluyendo desde Homero, gracias a la tarea examinadora de todos los que nos precedieron en el cometido y cribaron para enriquecer su tiempo, no para empobrecerlo restando por envidia o incompetencia.
Porque esa labor, si hacemos caso al poeta norteamericano Jack Spicer, no debe predisponer al crítico –al escritor: hay que ser generosos– a ser "un embalsamador", sino "un mecánico del tiempo", vale decir, de la tradición, con la que debe trabajar, infundiéndole nuevo aliento, haciendo masa de ella, para componer y leer su propio presente. Es un viaje de ida y vuelta, y Spicer lo sabía bien, pues dirigiéndose a Lorca en una de las cartas de su primer libro, "After Lorca", donde transcrea poemas del granadino, escribió: "Las cosas no están conectadas, sino que se corresponden [...] incluso estas cartas. También ellas corresponden a algo (no sé qué) que tú has escrito [...] y, a su vez, un poeta futuro escribirá algo que corresponderá a ellas. Así es como nosotros, hombres muertos, nos escribimos los unos a los otros".
De esa correspondencia, que sustancia la duración, quería hablar, y a ella he deseado remitir siempre mi trabajo como coordinador de este suplemento; aunque las más de las veces, ha de reconocerse, solo se hace lo que se puede: con lo que se publica, y con lo que se tiene. Y no digo esto con ánimo de queja, sino con humildad, con preciso conocimiento de que la encomienda rebasa con creces nuestras capacidades, y a lo más que podemos aspirar, como prescribía Beckett, es a fracasar mejor.
Mis diecisiete años de cultura y "Cultura"
Francisco García Pérez
Desde 1992 hasta el 2009, coordiné el suplemento "Cultura" de LA NUEVA ESPAÑA. Y seguí escribiendo en sus páginas. Y seguí dando clases, conferencias, presentando autores... 17 años tan agotadores como estupendos. Puse en el empeño coordinador toneladas de ilusión y entusiasmo. Encanecí y encalvecí. Pero enriquecí como nunca mi espíritu, gané amigos eternos, trabajé con colegas excelentes y conocí personas y personajes que jamás había soñado: desde Gorbachov a Saramago, de Carmen Martín Gaite a la hoy reina Letizia (colaboradora que fue en el suplemento).
Enseñaba yo lengua y literatura en el IES N.º 1 gijonés, pero seguía merodeando el periodismo. Pedro Pablo Alonso, responsable del semanal "Cultura" de LA NUEVA ESPAÑA, me invitó a colaborar en el mismo y me pidió un título que encabezara la sección. El 4 de agosto de 1989, en el número 41, comencé mi columna en "el suple", así lo llamábamos, bajo el general epígrafe de "Lo que hay que oír". A partir de entonces, me imaginé un plácido futuro a caballo entre domesticar adolescentes en el aula y escribir mis ocurrencias en una iniciativa cultural asturiana tan decisiva, ideada por el periodista y entonces director de LA NUEVA ESPAÑA José Manuel Vaquero.
Tres años después, se agitó la cosa. Volvió a llamarme el periódico para ofrecerme coordinar "Cultura". Los que supuse unos meses organizando el suple acabaron siendo 17 años. Desde el número 161 –un viernes 13– hasta el verano de 2009, cuando la directora Ángeles Rivero y un servidor decidimos que ya estaba bien con casi mil números a cuestas: que seguir escribiendo valía, pero que abandonaba el puesto de mando.
‘Nunca te muerdas la lengua’, me pidió un director del periódico, Isidoro Nicieza
El lunes de aquella semana de marzo del 92, me personé en "la pecera" (un despacho central acristalado) de LA NUEVA ESPAÑA para recibir instrucciones de Pedro Pablo. La primera: "Un momento, que ahora vuelvo". No volvió y esa fue la lección: arréglatelas, "Cultura" tiene que salir todas las semanas. Angustiado por el plazo, engatusé a la catedrática Socorro Suárez Lafuente para que escribiese una aproximación a la literatura sudafricana. No tardé en recibir mi segunda enseñanza: en mi "Lo que hay que oír" de aquel día 13, anuncié que mi antecesor dejaba el suple para dirigir el "Diario de Mallorca", de la misma cadena. Lo hice antes de que el Grupo Prensa Ibérica lo anunciara oficialmente. Así que, con la suavidad que le caracteriza, el director Melchor F. Díaz, entró en la pecera, se sentó, me midió con firme mirada y susurró apenas, fieramente humano: "Paquín, voi capate".
En una entrevista de La 2 me preguntaron cuál era la función de un coordinador de suplemento cultural. Respondí con una expresión que hizo fortuna: "Atemperar vanidades". Pero juro que sin los profesionales con quienes colaboré –sin el incansable currante solucionador y optimista Tino Pertierra o el suavísimo Luis Mario Arce o el asombroso ilustrador Pablo García (por solo nombrar a tres de los comienzos)– nada hubiese atemperado. Qué orgullo haber puesto a andar con ellos la sección "N’asturiano"; haber dado cancha a quejumbrosos noveles (hoy talludos autores, muy olvidadizos de sus orígenes algunos: cómo los vimos suplicar una reseñita entonces); o muy consagrados que se enorgullecían de publicar en el suple; o celebrar el Día y la Selmana de les Lletres; o recibir a friquis, alabar a cumplidores y ponerme agrio (ojalá me hayan perdonado) con tardones; o atender a lectores, siempre cargadísimos de razón; o ver de todo y oír más aún; o estar al tanto total de cualquier novedad; o autocriticarnos con frecuencia; o movernos sin censuras: "Nunca te muerdas la lengua", me pidió otro director del periódico, Isidoro Nicieza.
Gracias a quienes nos leen, gracias a toda esa Dirección y Redacción, gracias a todo el personal (a las guardianas Amparo, Mayi y Reyes, ay) ganó "Cultura" el Premio Atlántida, fue finalista del Premio Nacional de Fomento de la Lectura, y hasta nos galardonaron en los Estados Unidos. 17 años en la época de las creencias y de la incredulidad, en la primavera de la esperanza. Qué estupendos y agotadores aquellos 17 años de cultura en "Cultura".
Crear una galaxia de Cultura
Pedro Pablo Alonso
Una galaxia que hoy puedes llevar contigo en un diminuto lápiz de memoria, esa es la imagen que simboliza los 1.500 números del suplemento "Cultura" de LA NUEVA ESPAÑA. Millones de palabras, decenas de miles de páginas y de lectores fieles, cientos de excelentes colaboradores, todo como estrellas de una galaxia que nació hace 36 años y que ha difundido la luz de la cultura sin cesar.
Fue un surco en un jardín de arena la imagen que elegí como icono del primer suplemento, que tuve el privilegio de crear y dirigir en 1988, a propuesta de José Manuel Vaquero. La revolución digital multiplicó ese espacio con un acceso galáctico al conocimiento, a la información, y proyectándolo como no imaginábamos.
Lo esencial no ha cambiado: el afán por disfrutar con la cultura que enriquece nuestra vida; por difundir la realidad de la que se hace desde Asturias, o conocer lo más relevante en el ámbito nacional e internacional, desde el rigor y la independencia de criterio, aunque suene a utopía. Sin embargo, el salto tecnológico ha propiciado que esa pretensión inicial pueda ser ahora mucho más ambiciosa y logre un eco impredecible cuando todo se almacenaba en pesados tomos de papel y no en una memoria USB.
El objetivo fue siempre construir un suplemento cultural con importante presencia de la literatura, pero no exclusivamente
El objetivo fue siempre construir un suplemento cultural en la más amplia acepción del término, con importante presencia de la literatura, pero no exclusivamente. El número uno de "Cultura" se abrió con un artículo de Javier Barón, en la actualidad jefe de conservación de pintura del siglo XIX en el Museo del Prado, sobre la gran exposición de Arte Minimal que presentó el Museo Reina Sofía en 1988. Artes plásticas, música, poesía, cine, teatro, cómic, arquitectura, filosofía, foto, pensamiento, cultura y lengua asturiana, textos inéditos, ciencia, investigación, y una sección, "El Milenio", que quiso ser mirada hacia un futuro que intuíamos innovador, pero que desbordó nuestros vaticinios. Ineludible un homenaje al diseño gráfico de Fernando Marcos, y a Pablo García, que ha marcado casi toda la trayectoria con sus excelentes dibujos.
"Cultura" se construyó con relevante presencia de mujeres, como la arrolladora Carmen Gómez Ojea, y otras muchas de la Universidad asturiana, vinculadas al ensayismo, el arte, la crítica o la creación literaria, vanguardia de la transformación histórica que ha consolidado el protagonismo de la mujer en el ámbito cultural.
Nada se concibe, difunde o consume hoy como hace décadas. El imperio del algoritmo se extiende implacable, pero quien tiene pasión por la cultura dispone ahora de herramientas que serían un sueño para cualquier creador o consumidor de entonces, lo que dispara el nivel de exigencia ante la avalancha de alternativas.
Gracias a la brillante aportación de tantos colaboradores, y a quienes en LA NUEVA ESPAÑA tuvieron la valentía de preservar la identidad de "Cultura", su singularidad, y han seguido apostando por la calidad y diversidad de los contenidos, y defendiendo la pluralidad ideológica y la profesionalidad, única vía para que en esta galaxia sigan naciendo estrellas.
A contratiempo
Andrés Montes
Aunque se actualice cada semana, lo que tiene ante sus ojos viene de un pasado muy lejano, no tanto por los 36 años transcurridos desde su primer número como por el vértigo de un cambio que desborda ese marco temporal. Una parte de lo mucho que nos roba, el tiempo nos lo devuelve en forma de perspectiva. Habrá quien diga que no compensa.
Aquellas primeras páginas salidas de la que entonces era última versión de una tecnología con más de cinco siglos estaban en puertas de la transformación de lo analógico a lo digital. Era el gran cambio anunciado hasta que irrumpió otro de naturaleza histórica, imprevisible, que se visibilizó con la caída del muro de Berlín.
El derrumbe de lo que parecía sólido cursó con estrépito y con él se materializó no el fin de la historia sino el colapso de los grandes relatos de los que hablara Lyotard. Fue el punto de ignición para que una posmodernidad teórica, entonces más risible que amenazante, comenzara a desplegarse a impulso del desarrollo de una tecnología capaz de abrirnos a una humanidad conectada, una nueva dimensión de la vida y del conocimiento. Y como en las guerras de la historia el que gana se lo lleva todo, en el mismo paquete se hizo crudamente real la impronta ideológica del neoliberalismo triunfante, hasta alcanzar este tiempo de vértigo y desmesura, los signos de lo contemporáneo.
Lo que entonces desconocíamos es que aquellos grandes relatos iban a fragmentarse en muchos otros ajenos a los hechos y que en esa apoteosis narrativa el acontecer se reduciría a un cuento, que incluso algo tan material como la riqueza se iba a hacer volátil y muy concentrada en el capitalismo de las expectativas, dibujado con las engañosas sombras en la pared de la caverna platónica. Ignorábamos, en definitiva, que el nuevo sería un mundo devorado por la ficción, ante la que los humanos nos rendimos con facilidad porque ya venimos preparados de serie para ello.
Este suplemento persevera en su número 1.500 como eco de un momento lejano en el que el ritmo del desfile era otro
La ciencia, que de ficción hoy sólo tiene su insólito alcance y que se sostiene sobre lo que resulta verificable, sufre el acoso de cuentistas que gritan en mayúsculas, con ufana y desacomplejada ignorancia. Como siempre ocurrió, el insulto a la inteligencia genera réditos políticos; además, ahora también se monetiza desde que el simple gesto de un clic hace sonar la campanilla de la caja registradora.
Somos los seres mejor conectados en la historia de nuestra especie, lo que nos permite tejer un conocimiento colectivo de dimensiones excepcionales, pero los mismos canales facilitan la frenética propagación de la estupidez. Para desconcierto de los viejos herederos de la razón ilustrada, las redes son el soporte de la sinrazón posmoderna, privada de certezas y dominada por una aleatoriedad que acrecienta la incertidumbre, ese eterno malestar que tiende a precipitar en miedo. El aparente triunfo de la individualidad hiperconectada es un trampantojo contemporáneo, la apoteosis de un yo dopado por sus propios impulsos, que, lejos de confrontar con lo que lo rodea, se sustenta sobre una continua autoafirmación amplificada.
La naturaleza desmiente de manera catastrófica que el nuestro sea un dominio absoluto del entorno. La humillación de comprobar que tantos factores de la vida escapan todavía a nuestro control nos reduce a nuestra auténtica dimensión humana, la del primate que ha conseguido imprimir al mundo una aceleración vertiginosa, muy alejada de la lentitud de su propia evolución biológica. El reconocimiento de esas limitaciones es el primer signo de inteligencia natural, la de siempre, de la que aprende la que nos llevará a una nueva cumbre de la humanidad consistente en hacer que los humanos sean cada vez más prescindibles.
Como eco de un momento lejano en el que el ritmo del desfile era otro, este suplemento que persevera en su número 1.500 sirve de cápsula para romper con la exigencia de instantaneidad, un espacio en el que ganar el tiempo preciso para entender, un silencioso pensar que hace inteligible lo que encubre el ruido ordinario. Aquietarse en estas páginas cada semana es la oportunidad de saltarse la agenda, dejar de marcar el paso, vivir a contratiempo sin apearse del mundo.
La búsqueda de la obra maestra
José Luis Argüelles
El perspicaz Cyril Connolly dijo que la verdadera tarea de un escritor consiste en crear una obra maestra. Sin esa ambición, mejor dedicarse a los crucigramas. La obra maestra ensancha siempre la tradición mediante una expresividad nueva y el fracaso es tan solo una estación de paso para seguir adelante. Vale, pero ¿cuál es la labor de lectores, críticos, estudiosos, editores y demás parentela letraherida? No otra, precisamente, que dar con esas páginas sobresalientes que merecen un lugar en nuestra memoria.
Con sus limitaciones e intereses, los suplementos literarios y las revistas culturales ofrecen el cedazo de su mediación para que nos orientemos en las galerías de la literatura, donde no todo lo que brilla es oro y el escombro rebosante amenaza con cegarnos. Por eso todas las semanas los críticos de oficio (uno de los oficios peor pagados del mundo, por cierto) descubren tres o cuatro supuestas obras maestras. Es el resultado de la ansiedad que producen los espejismos y el culto desaforado a la novedad. Así y todo, con sus miserias y defectos, es un trabajo necesario y hasta ecológico. Aunque sepamos que muchos de esos libros son relleno de época, hojarasca.
Lo importante, en todo caso, es alimentar la ambición de la búsqueda de la obra maestra. Sin esa aspiración, los cimientos del edificio humanista sufren de corrosión. Todos somos el resultado del confuso tiempo que nos toca vivir: falta perspectiva. Pero también es cierto que ahora mismo, en no sé qué lugar, hay alguien lúcido y firme –o inseguro y a tientas– que escribe las palabras definitorias de nuestros días. Tal vez descubramos ese texto mañana o dentro de algunos años. Lo decisivo es el entusiasmo con el que todos exploramos la posibilidad de la obra maestra.
Y no se trata de ahogar ‘los gatitos de los otros’, como decía Cyril Connolly, sino de explicar con precisión las razones (el sentido) por las que reseñamos un libro
Este suplemento llega a los mil quinientos números. No es cosa baladí. Desde su primera entrega, fechada el 21 de octubre de 1988, el mundo ha cambiado. Con las canas, uno aprende a desconfiar de las aceleraciones históricas. Y a entender, además, que detrás de esos procesos de mutación hay siempre luces y sombras. Y a saber, por decirlo todo, que el ser humano goza y sufre desde siempre porque aspira a la celebración de la vida y siente, a la vez, la marca inexorable de la enfermedad y la muerte. La literatura y las otras creaciones artísticas nos ayudan a formalizar esa atroz tensión mediante artefactos que transparentan, si son buenos, alguna verdad y un poco de belleza.
Los suplementos literarios son el reino precario de los críticos que anhelan la obra maestra. Y no se trata de ahogar "los gatitos de los otros", como también señaló el gran agudo que fue Cyril Connolly, sino de explicar con claridad y precisión las razones (el sentido) por las que reseñamos un libro. Lo explicó muy bien Tzvetan Todorov en esa contundente palinodia que es "La literatura en peligro". La propuesta de este arrepentido pasa por liberar la crítica literaria del "gueto formalista". Nada que objetar. W. H. Auden pensaba que la mejor crítica tiene mucho de "conversación informal".
Tal vez no venga a cuento, pero aviso: he dejado de parar en las librerías que no tienen sección de poesía y de comprar los suplementos que arrinconan este género. No hay obra maestra, en prosa o verso, sin filamentos poéticos. Cada uno tiene que escribir lo que quiera y leer lo que le apetezca. Harold Bloom pergeñó un debatido canon occidental de las obras fundamentales de la literatura. Sin embargo, cada lector hace su lista selecta al tiempo que va descubriendo los libros que considera iluminadores. La búsqueda de la obra maestra, como la del grial, es interminable. Y así está bien. Es otra forma de resistencia frente al nihilismo y la barbarie.
Cuartín, cartón, lunes de reyes y sábados de suplemento
Javier Cuervo
Veo el suplemento "Cultura" de los años 90 del siglo XX con la miopía del tiempo lejano, con la niebla del ajetreo de llevar dos suplementos más, los artículos propios y una sección diaria y con la indefinición de ser el editor periodístico de un trabajo que coordinaba con anchos conocimientos y muchos contactos Francisco García Pérez, quien me proporcionaba, de modo natural y conforme a sus maneras, seguridad, sabiduría y diversión.
El comando en el cuartín de Paco, que por las tardes era la oficina del Club Prensa Asturiana, estaba formado por el brioso todoterreno Tino Pertierra, el reflexivo y aquilatador Eugenio Fuentes y el meticuloso y seguro Luis Mario Arce. Fuera de aquella pecera con vistas a un salón vacío cuyo escritorio caliente se compartía con Lisardo Lombardía, negociaba con mi siamés gráfico Pablo García, cuyas portadas son una seña de identidad de "Cultura".
En el reparto de botín de novedades, lunes de reyes, olía a papel impreso, se disfrutaba el tacto de cubiertas y lomos y se prendía la cultura libresca por la solapa con novedad renovada y sorpresa infantil porque no se estilaban los avances promocionales y no buzoneaba cualquiera el correo electrónico. El suplemento que empezó los viernes salía los sábados y acabó recalando en el jueves.
El tamaño de la oferta permitía más el artículo a la contra, ahora restringido porque en este supermercado es más útil elegir lo bueno que advertir de lo malo en esta selva
Acepté las reglas del juego impuestas en un territorio que sólo tangencialmente sentía mío y traté a una tribu a la que no pertenecía, dicho sea en favor de ella, y lo que creo haber hecho aquellos años en estas páginas fue buscarle algo de espacio a las plebeyas artes y a la cacharrería pop que traía de casa y abundar en los cómics, la publicidad, la televisión, el humor gráfico, la novela popular, el género negro, la televisión, el rock, el columnismo y el cine mainstream sin desplazar los contenidos de artes plásticas, música, literatura, historia y ensayo que seguían ennobleciendo aquellas páginas levantadas por Pedro Pablo Alonso bajo la dirección de José Manuel Vaquero. LA NUEVA ESPAÑA las sostiene 1.500 semanas de curso escolar después.
Han ido 30 años al caldero y no en balde. La oferta cultural era infinitamente inferior, la velocidad de consumo más lenta, la farfolla editorial más discreta, el acceso a los creadores apenas pautado y los intermediarios, menos. Estaba más claro entonces qué novedad merecía ser atendida. Los intereses empresariales del barullo multimedia estaban empezando, pero todavía se distinguían y no lo regían todo, como pasa ahora en otros suplementos. Se preferían el análisis a la reseña y la crítica a la publicidad. El tamaño de la oferta permitía más el artículo a la contra, ahora restringido porque en este supermercado es más útil elegir lo bueno que advertir de lo malo en esta selva.
Me vienen en desorden colaboraciones de vivos y muertos: la música de Luis G. Iberni, los bohemios de Jaime Herrero, las pendencias de Miguel Sánchez-Ostiz, los terrores de Juan José Plans, las prosas de Carmen Gómez Ojea, la finura de Eduardo Alonso, el cine de Manuel G. Cuervo, los exotismos de Jordi Ordaz, las artes plásticas de Rubén Suárez, las entrevistas a cineastas de Sofía Carlota Rodríguez en Cannes… mis olvidos no merecen rencor y, si no, que mi glaucoma social disculpe mi pérdida de la visión periférica conveniente.
No recuerdo cuándo quedó el suplemento en las manos de Luis Mario, de las que lo tomó Andrés Montes antes de cederlo a Luis Muñiz, que ahora me convoca a recordar, con lo que cuesta, duele y presta.
La cultura como tabla de salvación
Pedro de Silva
Los suplementos culturales suelen sufrir en las largas travesías, al igual que las fundaciones altruistas o los departamentos de I + D en las empresas. Por eso hay que agradecer ante todo a los rectores de LA NUEVA ESPAÑA que lo hayan mantenido a lo largo de nada menos que 1.500 ediciones. Pero también a los responsables del cultural, es decir, Pedro Pablo Alonso, Francisco García Pérez, Andrés Montes y Luis Muñiz, que hayan puesto al suplemento lo bastante en alto como para elevarlo a elemento constitutivo del periódico, factor de prestigio, semblante intelectual, además de atender las necesidades de una parte mayor o menor de lectores. Añado que siempre he visto como elemento de estabilidad de un medio a dos colectivos: aquel cuyo apego viene de la costumbre y tradición, al que nunca se debe espantar, y una amplia minoría fidelizada por factores de calidad y cualificación, a la que conviene no decepcionar.
Cabría pensar que el buen resultado de un suplemento cultural de ámbito básicamente regional viene dado por la capacidad para plasmar un conjunto de equilibrios: entre las diversas especies que vertebran de modo principal el ambiguo concepto "cultura", o sea, literaturas, música y artes plásticas (así como entre los distintos géneros de cada una); entre los frutos de creadores de alcance regional, nacional y universal; entre clasicismo y heterodoxia; entre cultismo y corriente predominante en los mercados (lo que se nombra mainstream). La premisa, en todo caso, es la independencia respecto de los factores limitantes, sean operadores en el mercado de la cultura, "gurús" tribales, clichés ideológicos o restricciones a la ecuanimidad crítica.
La apuesta por el periodismo cultural (insisto, incluso por pura supervivencia) tiene más sentido que nunca y justifica su refuerzo
Nada más concluir el párrafo caigo en que el retrato ideal se corresponde bastante con el suplemento, al menos desde un punto de vista cualitativo y en una visión histórica de conjunto. Así que mi comentario se ha visto secuestrado por su objeto, o nace de él. Solo he echado en falta a veces una mayor atención al teatro, género en el que han florecido excelentes creadores en Asturias en sus diversos oficios (texto, dirección, escena, actores), con un enorme potencial de difusión popular y capacidad para ser soporte de colaboraciones transversales con la música, la poesía y las artes plásticas.
Por lo demás, creo que el mundo de la prensa, en papel o electrónica, solo sobrevivirá al embate de las redes, el fragor de lo instantáneo, la levedad y liviandad del consumible de aspecto no venal (pero que se alimenta de nuestros datos), manteniendo y ganando espesor, tratando de amansar y domar esa ficticia velocidad de procesamiento de información que no provoca decantación alguna y nos va haciendo inanes, vacuos, reflejos, envoltorios sin nada dentro. De este modo su batalla por la supervivencia (la de la prensa) sería la misma que la de la vida digna de la condición humana. En la inundación de lo meramente liquido en la que poco a poco vamos naufragando hacen falta estribos, cabos, agarraderas, como las que por su potencial esencialmente reflexivo proporciona la cultura en sus diversas manifestaciones. Pocos instrumentos tienen potencia para expandir esa función salvífica de la cultura como la prensa. La conclusión sería que la apuesta por el periodismo cultural (insisto, incluso por pura supervivencia) tiene más sentido que nunca y justifica su refuerzo.
Tempus fugit
M. S. Suárez Lafuente
No puedo por menos que comenzar citando la frase clásica que Christopher Marlowe pone en boca de Fausto cuando éste se encuentra con que ya expira el plazo de veinticuatro años de vida precipitada por los que vendió su alma al diablo. Lo mío no es una tragedia, pero he de admitir que cuando Luis Muñiz me dijo que el suplemento "Cultura" de LA NUEVA ESPAÑA cumplía 36 años y 1.500 números, me quedé estupefacta. Media vida. ¿Vivida día a día, mes a mes? Parece imposible, pero tiene que ser cierto. Yo diría que fue ayer cuando José Doval, amigo y colega, propuso mi nombre, entre otros, para escribir sobre literatura en el nuevo suplemento del periódico.
Mi primera colaboración, en 1989, fue, junto con Isabel Carrera, "La literatura australiana: de Patrick White a Peter Carey", una visión general de un ámbito literario incipiente entonces en el mundo académico y prácticamente desconocido para el público lector español. A este artículo siguió toda una aventura literaria a lo largo de los años. En el mismo 1989 salieron "La literatura canadiense en inglés", "El mapa literario de Nueva Zelanda", "Literatura japonesa: el Oriente se aproxima" y "Mujeres, escritoras, alemanas", toda una declaración de intenciones: la diversidad de voces y las voces de las mujeres.
Es muy difícil resumir en unos pocos párrafos tantas reseñas acumuladas, pero como profesora de literatura me alegra pensar que quienes leyeron mis comentarios, escritos con atención y buen ánimo, han tenido siempre una lista de lecturas actualizada y refrendada con la que disfrutar. En "La literatura canadiense en inglés", por ejemplo, ya dábamos cuenta de la importancia de Margaret Atwood y de Alice Munro, que fue Premio Nobel de Literatura en 2003. Y en 1992, la obra de John Banville (Premio "Príncipe de Asturias" de las Letras 2014) mereció, asimismo, un artículo, "Memorias de hombres solos".
Escribir para este suplemento me ha enseñado a reflexionar tanto sobre la lectura como sobre mi propia escritura
Escribir para "Cultura" me aportó y me aporta muchas satisfacciones; entre ellas leer obras en las que posiblemente no hubiera reparado si no hubiera sido por estar al día de las novedades, y mantenerme en contacto, a distancia, con el alumnado ya licenciado que lee mis reseñas. También me enseñó a reflexionar tanto sobre la lectura como sobre mi propia escritura, pues el número recomendado de palabras te obliga a prescindir de adverbios y adjetivos superfluos y a estructurar tu opinión de una manera clara y, esperas, lógica para quien lee.
Conservo en papel todos los números de "Cultura" en que aparecen mis reseñas y, de repente, al ser consciente de que han pasado 36 años, noto que son una buena pila, una modesta historia del desarrollo del hábito lector y del gusto literario en nuestra región. A los clásicos mencionados más arriba es interesante contrastar las reseñas que he escrito este otoño de 2024, que incluyen a una autora inglesa, un novelista griego y tres españoles, uno de ellos asturiano y otro, curiosamente, anónimo.
En 1999, la editorial Krk publicó una treintena de mis artículos, seleccionados entre los aparecidos en "Cultura" entre 1989 y 1995, bajo el título "Crónica de anglosajones y demás mestizos". El resto de las reseñas, hasta completar varias centenas, acumulan polvo y memoria y arropan mis mañanas de estudio desde su estantería en la biblioteca de casa.
Mil gracias, por tanto, a Pedro Pablo Alonso, Francisco García Pérez, Andrés Montes y Luis Muñiz por mantener su confianza en mí a través de los años, a las alumnas y alumnos que, ya fuera de las aulas, me escribieron para decir que me seguían a través del suplemento y a todas aquellas personas que leyeron y leen mis consideraciones sobre la literatura. El placer es mío.
La bellísima responsabilidad de la crítica literaria
Tino Pertierra
Hace muchos, muchos años, en una galaxia muy, muy lejana, la generosidad de Francisco García Pérez como coordinador de este suplemento me permitió plantar mis primeros pinitos en la crítica literaria. Nunca me había planteado subirme a ese púlpito –ni al de la crítica de cine y televisión–, pero las casualidades se obstinaron en que probara suerte. Claro, la arrogancia de la inexperiencia y el ímpetu desnortado de la inmadurez me hicieron cometer suficientes errores como para aprender de ellos gracias a la comprensión ajena y al orgullo propio. Oteé el paisaje de los suplementos de entonces –donde la propuesta de LA NUEVA ESPAÑA competía con gallardía incluso contra publicaciones de diarios nacionales– y decidí que había un terreno poco transitado, seguramente porque la crítica de libros cejijunta –en expresión irónica del gran Jorge Herralde– lo mira con recelo, cuando no con desdén: los best sellers.
En ese cajón de sastre de los multiventas cabe de todo, igual que en el de la mal llamada "literatura seria", desde escritores extraordinarios (pese a su irregularidad) como Stephen King hasta habilidosísimos mecánicos de la tensión bien graduada sin pretensiones literarias como Ken Follett, y también muchos, muchísimos juntaletras que pulsan con avidez las teclas de la caja registradora. Sobre uno de ellos, norteamericano por más señas, reaccionario hasta decir plasta y profundamente aburrido con sus tochos de 700 páginas sobre espías yanquis de cartón piedra y soviéticos cejijuntos (aunque no se dedicaban a la crítica), escribí unas líneas incendiarias que terminaban con un tajante "el mejor destino para este engendro es la papelera". La potente editorial que lo publicaba se quejó al coordinador. Nunca me llegó reproche alguno, hasta que yo mismo me lo hice tiempo después cuando decidí que hacerse el tipo duro con novelitas blandas es una pérdida de tiempo y que la peor crítica que se puede hacer es la que no se hace. Silencio demostrativo. Es decir: si algo no te gusta, no pierdas el tiempo haciendo tragar sopapos con aire condescendiente.
La crítica literaria en prensa es una llama(ra)da de atención, una vela (o una linterna de móvil) que invita a los demás a la fiesta de las palabras que merecen ser recordadas
Ya sé que siempre se ha llevado, y más en estos tiempos de silencio impuesto por el estruendo de las redes sociales, ir con el cuchillo en la boca, despellejar sin miramientos y muchas veces desde la prepotencia, confundir la exigencia con el aplastamiento gratuito. Y siempre me ha admirado la escasísima presencia de esa tendencia destructiva en este suplemento tan lozano que me permite, treinta y seis años después, seguir recomendando lecturas que me hicieron pasar buenos momentos lectores en cualquiera de los géneros que me interesan (ciencia-ficción y novela romanticona, no, lo siento, ahí me cuesta entrar y me incomodan los prejuicios mal entendidos como orgullo crítico). Una de las virtudes que atesoran estas páginas es que hay muchos colaboradores que piensan igual que yo en ese aspecto: casi siempre escriben de títulos que les han gustado, que les han invitado al gran festín de las palabras sabias, inteligentes, sagaces, emocionantes y bellas que se celebra en sus páginas. Después de leer "Cultura" seguro que se ha apuntado en la lista de espera varios títulos a los que seguir la pista con la casi total certeza de que no habrá decepción, o que será llevadera.
La crítica literaria en prensa, tal como yo la concibo siguiendo el ejemplo magistral de gente como Cyril Connolly, no es una exhibición un tanto pomposa de lo mucho que ha leído el reseñista de turno ni una excusa para reñir al creador y "enseñarle" lo que debería haber hecho con su obra, ni mucho menos una ocasión de oro para ajustar cuentas pasadas (esto se da mucho en poesía) o para devolver favores pesados o para soltar mensajes panfletarios. Es, desde el modesto punto de vista de quien mostró en sus inicios todos los defectos antes mencionados, una llama(ra)da de atención, una vela (o una linterna de móvil) que invita a los demás a la fiesta de las palabras que merecen ser recordadas. Y compartidas. Todo ello, claro está, escrito con la misma exigencia estilística que se exige a las obras criticadas. Como decía T. S. Eliot, ese extraordinario poeta que también fue magnífico analizando obras ajenas, "la labor de crítico es tan importante, si no más, que el fogonazo de inspiración entusiasta del artista". Qué responsabilidad, ¿verdad? Qué bellísima responsabilidad.
Esa historia que nos aleja y nos trae de nuevo
Luis M. Alonso
Mil quinientos números de una publicación semanal de cultura en un periódico son cifras importantes. He firmado reseñas en muchos de estos números contradiciendo lo del humorista francés Tristan Bernard, que sostuvo que él jamás leía los libros sobre los que tenía que escribir una crítica para no sentirse influenciado por ellos. En algunas ocasiones, he leído cosas que jamás hubiera querido tener que leer. En eso consiste a veces el cometido de un reseñista obligado a exprimir el interés lector de cualquier título. Por ese motivo, también he tenido la oportunidad de asistir al penúltimo debate sobre la necesidad de la ficción y, más concretamente, de la novela.
En la novela, decía Elizabeth Hardwick, la historia nos aleja y nos trae de nuevo. Explica la decadencia de las grandes reputaciones como el efecto de una fuerza cíclica que se hunde durante una década o un siglo para luego volver a resurgir. Las tendencias corrompen el género y al igual que la respiración artificial proporcionan segundas vidas. La más sólida estructura literaria aburre a toda una generación y la libertad en la escritura repele a la siguiente. Algunos títulos pierden razón de ser y generaciones enteras apartan la atención de ellos. Alguien dirá que es prácticamente imposible no admirar la gran novela decimonónica francesa o rusa, pero en cambio sí sucede desde el momento en que muchos no saben siquiera cómo ha existido.
Los novelistas con preocupaciones formales no han inventado gran cosa desde Flaubert, que realizó un salto heroico en las formas y, sin embargo, fue capaz de comprender aquello que su madre decía de que la manía por las frases había secado su corazón. Durante un tiempo la ficción, el fraseado, la simetría de los párrafos, el equilibrio de los elementos en un texto tendieron a ceder, casi inconscientemente, a la presión, la trama y la caracterización de los personajes. Ahora, sobreviven sin asombro estilístico. Hasta el punto de que cualquier autor firma con un orgullo propio de necios la ficción de su vida poco propensa a recreaciones. Hoy día no es difícil, sino más bien habitual, encontrar novelas de escritores y escritoras que han hallado en sus anodinas existencias algo indigno de ser novelado en ausencia de la creación que en otros momentos pobló la literatura, teniendo entonces los propios autores unas vidas digamos más dilatadas en cuanto a la experiencia, el oficio y la trama.
Dos sujetos que han escrito sobre ello, Joseph Epstein y Joseph Bottum, no llegaron a una conclusión definitiva sobre la decadencia de la novela. El primero se preguntó para qué la necesitamos. El segundo se amparó en una tesis religiosa y atribuyó su hundimiento al colapso de la cultura protestante compartida en América. Esto no es broma, teniendo en cuenta que, al igual que Francia y Rusia dominaron el género en el XIX, Estados Unidos y el mundo anglosajón, en general, se encargaron de decir la última palabra al respecto en el siglo pasado. La decadencia de una cultura compartida tiene que ver con el declive de la forma narrativa que antaño alimentaba y moldeaba la imaginación. Ningún novelista actual, ni siquiera aquellos que ocupan un espacio intermedio en esa no ficción novelada de tanto éxito, crean tendencia o son líderes de pensamiento, como antes sucedió con Nabokov, Updike o Mailer, ni muchas personas que se consideran cultas necesitan haber leído alguna novela reciente para estar al tanto de lo que ocurre. La ficción ha ido perdiendo a lo largo de décadas interés cultural. Empieza a significar más para un tipo de subcultura que para cualquier otra expresión culta compartida. Los asuntos que magnificaron la gran novela de ayer carecen hoy de interés para los lectores y asimismo para los propios autores: la clases, el poder y los valores burgueses han quedado relegados ante una política de identidades y de interacciones menores siempre interesantes, pero que resultan menos atractivas desde el punto de vista literario. La novela permanecerá porque siempre habrá lectores dispuestos a leer la historia que otro les cuenta; el problema seguramente es de los que nos rompemos la cabeza preguntándonos qué clase de historias merecen ser escritas.
Elogio del tiempo lento
Ricardo Menéndez Salmón
Escuchemos a un sabio: "La crítica es, sin duda, el guardián del umbral [...] es doblemente urgente devolver su poder a la palabra crítica en general. Pues, al contrario de lo que suele decirse, la crítica grande no tiene en absoluto que instruir a través de la exposición histórica, ni que formar con comparaciones, sino que está obligada a conocer sumergiéndose. La crítica grande tiene que dar razón de la verdad de las obras que el arte exige no menos que la filosofía". Es nada menos que Walter Benjamin quien así habla, en la presentación de la revista "Angelus Novus".
Atendamos a otra voz autorizada, más cercana en el tiempo: "Esta clase de crítica [la descripción apasionada] en la que se vuelve a contar una historia consiste en escribir a través de los libros, no sólo sobre ellos. Para producir esta escritura a través suele emplearse el lenguaje de la metáfora y el símil que también emplea la literatura. Esto supone un reconocimiento del carácter único de la crítica literaria, ya que uno disfruta del gran privilegio de llevarla a cabo en el mismo medio que está describiendo". Quien así opina es James Wood en "Lo más parecido a la vida", su apasionada defensa de los poderes de la literatura y, sobre todo, de la novela moderna después de Flaubert.
Prestemos, al fin, crédito a un tercer experto, contemporáneo también: "Uno se vuelve crítico porque el ambiente, la familia, el colegio, el barrio, tus coetáneos, los adultos, tus conciudadanos o tus compatriotas te hacen sentir a disgusto. El crítico tiene un poco de filólogo, un poco de visionario y un poco de diagnosticador. Y necesita autores que enardezcan su hostilidad y su agresividad. Me estimula mucho más intentar comprender por qué es malo un libro que todos consideran bueno, o por qué es bueno un libro que se ha pasado por alto. Para un crítico es importante ser iconoclasta. Derribar los falsos ídolos libera la mente y la prepara para apreciar lo mejor". La cita pertenece a Alfonso Berardinelli en su impagable "Leer es un riesgo".
Así pues, sumergirse como un buzo intrépido. Así pues, reconocer la singularidad de un oficio que comparte lenguaje con su objeto de análisis. Así pues, derribar estatuas sin temor a lastimarse las manos en el trance. Imagino que los 1.500 (hay que escribirlo con todas las letras para darse cuenta de la magnitud de la conquista: ¡mil quinientos episodios de un suplemento cultural!) números de este espacio de prescripción habrán contemplado a un puñado de lectores fajarse en alguna de las tres dimensiones que Benjamin, Wood y Berardinelli reclaman para la crítica. No importa que seamos antes reseñistas que académicos, que la vocación de fruidor de la literatura sea más frecuente en estas páginas que la condición de experto. Lo esencial es mantener viva esa llama del asombro ante el libro distinto, que interpela desde regiones a menudo incómodas, y no perder esa codiciosa mirada que no se conforma con atender al mainstream o a la novedad inevitable, sino que explora en los acuíferos más profundos de la escritura, que suelen ser también los más ocultos. (Recordemos a Danilo Kiš: "El talento no es a menudo otra cosa que la desviación del canon"). Pues la literatura, en una época urgente como la actual, donde la sospecha ante todo cuanto reclame una pretensión de permanencia se ha instalado con insultante arrogancia, se revela al cabo como una de las más fecundas manifestaciones del tiempo lento, que es el único tiempo desde el que es posible pensar y, acaso, el único tiempo en el que es razonable vivir.
Suscríbete para seguir leyendo
- Tamara Falcó reaparece sola tras anunciar la enfermedad que le contagió su marido, Íñigo Onieva: "Me lo pegó
- Fallece en plena calle en Oviedo tras sufrir un infarto cuando salía de un coche
- Habla el hombre que cayó con su furgoneta desde un puente a la ría de Avilés: 'La barandilla no me frenó
- Nuevo revés en la familia Pantoja, Alma Bollo pide ayuda desesperada por este problema del bebé: 'Está malísimo
- La Seguridad Social sorprende con el nuevo 'DNI' para los jubilados: estos son los descuentos que gana
- Una gaviota deja un niño herido en un colegio de Gijón tras lanzarse a por su merienda: 'Pudo haber una desgracia
- Rocío Monasterio pinta mucho en Asturias
- Estoy en las mejores manos': el emotivo mensaje del consejero de Ciencia, Borja Sánchez, tras ser diagnosticado con cáncer de colon