Bloc de notas

Memorias de un viejo cascarrabias

Sin ahorrar sulfúrico y con música de cañerías, el dramaturgo Simon Gray ofrece en "Diarios de un fumador" una extensa y divertida meditación sobre la mortalidad y la decadencia

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Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

Saber reírse de uno mismo a edades avanzadas es prueba indiscutible de un indesmayable sentido del humor. Hacerlo, además, adoptando o asumiendo el papel del viejo cascarrabias contribuye a fortalecer muchas veces ese humor, pienso yo. "Diarios de un fumador", del desaparecido dramaturgo inglés Simon Gray (Hayling,1936-2008), es la meditación extensa más divertida sobre la mortalidad que conozco. En este libro, que ha pasado a ser un clásico en el Reino Unido, los asuntos más dispares se mezclan entre sí, la prosa fluida contiene un apreciable caudal de pensamientos, comentarios, preguntas retóricas y digresiones, y cultiva deliberadamente un tono quisquilloso para convertir a los ancianos en figuras tanto cómicas como trágicas. Gray ofrece a lo largo de unas páginas, que cualquier lector inteligente desearía que no se acabasen nunca, un catálogo brillante y entretenido de dudas sobre uno mismo y, también, otros recuerdos en descomposición en el contexto de la monotonía crepuscular que encierran los pequeños restaurantes locales y los aburridos centros turísticos con playa, nostalgia por el champán de cada día y resignación por la cocacola. Así, párrafo a párrafo, subvierte el predecible arco narrativo de tantas memorias insustanciales. La aleatoriedad aparente en el estilo que practica este viejo cascarrabias llamado Gray no deja de ser, al tiempo, el traje hecho a medida de una elegancia imperturbable. El texto jamás pierde la solidez que caracteriza a los buenos y ocurrentes narradores, además de mostrar un ojo revelador de los detalles cómicos que transmite en todo momento euforia al lector.

Por expresarlo con palabras de Simon Gray, los recuerdos escabrosos que pueblan estos diarios destilan el ácido que se escapa de las vejigas marchitas del espíritu. Sin ahorrar viento sulfúrico ni música de cañerías, el autor resuella, tira pedos y eructa, pero atención esto es literatura, no Bukowski. Todavía hay clases. La de Gray es una conversación honrada consigo mismo que él no tiene inconveniente en compartir, franca y desternillante, a veces interrumpida por la brisa ajena que se cuela por la ventana como cuando se refiere al adulterio. Otras melancólica, en el instante en que surge la enfermedad de su amigo Harold Pinter. "El mundo se puso inmediatamente patas arriba y empezó a dar vueltas. Durante todos estos años, el orden natural de las cosas siempre ha sido que soy yo quien se pone enfermo y coquetea de vez en cuando con la muerte, y él quien presume de una salud de hierro, que parece cada vez más de hierro con el paso del tiempo. Además, una condición tácita pero innegociable de nuestra relación, tal como la concibo, es la de que él siga en este barrio cuando yo me vaya al otro, igual que andaba ya por aquí cuando yo llegué". Gray, en estas memorias, que no son las únicas de su existencia anotadora, agita en un mismo cóctel los recuerdos del pasado con las turbulencias del presente. De manera eficaz, tirando del ovillo sin perder el hilo, desgrana una infancia terrible, aspiración de cualquier escritor, alternándola con las vacaciones típicas de cualquier jubilado: una estancia en Barbados bebiendo Coca-Cola Light, fumando un cigarrillo tras otro, 65 al día, tantos como años ha cumplido, y urdiendo planes para disuadir con excrementos de mono a los clientes del hotel donde se hospeda de que ocupen las tumbonas. En Italia, el hombre de la mesa de al lado cae fulminado.

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Simon Gray, por Pablo García. / .

La muerte y la decadencia no dejan de estar presentes en las páginas de "Diarios de un fumador", que sin embargo provoca continuamente sonrisas, en muchas ocasiones hasta carcajadas. Las cenas de los domingos en compañía de su mujer o con los Pinter traen momentos relajados y conversaciones reflexivas. Gray cuenta cómo se resiente su economía por culpa de unas malas inversiones: ya no es el hombre de las cuatro botellas de champán diarias que vuela en el Concorde y se aloja en el Algonquin, es un viejo decadente que sorbe refrescos sin azúcar, viaja en clase turística y pone la oreja en las conversaciones de viejos con alzhéimer, mientras escucha aullar a Auden en la lejanía. Al mismo tiempo que mantiene la esperanza de que el médico que le atiende sea fumador, como él, para no tener que aguantar un sermón, el lector de estas divertidas memorias encuentra más de mil motivos para agradecerle a quien las ha escrito que persiga todas las liebres habidas y por haber con el mismo ingenio conmovedor. Háganse un favor, lean este libro.

tif buena

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Diarios de un fumador

Simon Gray

Traducción de Álex Gibert 

Gatopardo, 304 páginas, 21,95 euros 

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