Música

Amores que matan

El ciclo alcista de la lírica española como fruto de la renovación del repertorio

Un momento de la representación de "Don Gil de Alcalá", en el teatro Campoamor, el  pasado mes de junio.

Un momento de la representación de "Don Gil de Alcalá", en el teatro Campoamor, el pasado mes de junio. / Fernando Rodríguez

Cosme Marina

Cosme Marina

Los diferentes géneros artísticos están sujetos a un debate continuo. A una sanísima controversia sobre su evolución, sobre lo que se aparta o sigue la tradición fielmente, y especialmente generan polémica cuando se rompe una mirada univoca en su proyección pública.

La ópera, por ejemplo, es objeto de constantes protestas por las puestas en escena del repertorio. Décadas atrás los ataques se dirigían hacia los montajes más innovadores y ahora, curiosamente, se reparten los palos en varias direcciones, con sectores del público que se rebelan contra las puestas en escena más conservadoras y otros con las rompedoras. Con la música hay menos agresividad porque ahí existe cierto temor a valorar con la misma superficialidad la labor de un maestro que pudo meter tijera –se hace constantemente– a la partitura. Pasa muy inadvertido para la mayoría de los asistentes.

Daniel Barenboim sostiene que una partitura y un libreto son el punto de partida sobre el que trabajar y que los responsables de cada nuevo proyecto tienen el derecho, y la obligación diría yo, de aportar su visión de la obra original sin cortapisas o censuras previas. Pueden acertar o equivocarse, pero eso es intrínseco al propio proceso de creación teatral. Son conceptos básicos, como de primer curso de artes escénicas que, sin embargo, aún cuesta interiorizar por algunos sectores que lo que quieren es patrimonializar los géneros escénicos según puntos de vista particulares.

Recuerdo hace unos años a un abonado que acudía al festival de teatro lírico español de Oviedo que si no le gustaba una producción gritaba: "No me gusta, es una mierda". Estaba claro que aquello sólo era malo si no encajaba con lo que él creía que debía ser una zarzuela. No entraba a valorar el trabajo dramatúrgico, la calidad de la escenografía, la pertinencia de los cambios, bien de época o en el propio libreto. Esto poco importaba. Lo sustancial estaba en que si no estaba en escena la imagen que él tenía de una obra, de manera automática la condenaba al cadalso.

Son muy peligrosos esos amigos de la ópera, de la zarzuela y del teatro que se creen con el derecho de dictar exactamente cómo se debe representar una obra en concreto, que suele ser de forma arqueológica, en un ejercicio más de museo que de escenario teatral. Si uno contempla un escenario del siglo XIX y uno de nuestro tiempo se dará cuenta de que técnicamente están ya muy alejados y, en este sentido, todas las prácticas teatrales han evolucionado y, como es lógico, también la realización de las puestas en escena ha avanzado con el paso del tiempo. La zarzuela ha atravesado, por diversos motivos, una durísima travesía del desierto que casi la deja muerta. Entre las razones de esta situación hay una que destaca con fuerza: la degradación del género en miles de producciones casposas, reiterativas, llenas de tópicos, con una pésima interpretación de las partes habladas, con una deficiente ejecución de las cantadas. Esto alejó a muchos espectadores de un género que consideraron caduco. Sin embargo, los puristas, ante semejantes despropósitos, no abrieron la boca. Y es que hay amores que matan. Quizá debiéramos valorar si el ciclo alcista que la lírica española comienza a protagonizar tiene algo que ver con el trabajo de directores de escena y maestros musicales que están arriesgando, con aciertos y errores, en su apuesta de renovación del repertorio más conocido, en su puesta al día. La progresiva bajada de la media de edad de los espectadores debiera ser motivo de reflexión para los guardianes de unas esencias que están quedando un tanto rancias y ajadas.

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