La perfecta carambola de Walter Tevis

"El buscavidas", la obra maestra que inpiró una gran película con Paul Newman, brilla como un título imprescindible del siglo XX

Ilustración de Pablo García.

Ilustración de Pablo García. / .

Tino Pertierra

Tino Pertierra

El caso de Walter Tevis (1928-1984) daría para una novela. O una película. Y es que este excepcional escritor estadounidense es una figura de culto entre los buenos lectores pero está "ensombrecido" por el reconocimiento que han tenido sus historias cuando fueron adaptadas a la pequeña y gran pantalla, sobre todo "El hombre que cayó en la Tierra (1963), una novela de ciencia ficción (su especialidad) llevada al cine con David Bowie en el papel principal, "Gambito de dama (2020)", la popular serie de Netflix sobre los problemas de una joven prodigio del ajedrez en la élite de los tableros, y, sobre todo, "El buscavidas" (1959), convertida por el gran Robert Rossen en una de las mejores películas de la historia del cine, y que tendría una secuela menos rotunda en 1984 con "El color del dinero", repitiendo su papel Paul Newman aunque ya sin la fascinante complejidad del original. La obra maestra de Tevis ve nuevamente la luz gracias a Impedimenta, empeñada en rescatar del olvido al autor tras publicar "Sinsonte" y "Las huellas del sol". Fallecido a los 59 años por un cáncer de pulmón, Tevis dio lo mejor de sí mismo en la mejor novela jamás escrita sobre el billar. El enfrentamiento entre Eddie Felson "el Rápido" y el Gordo de Minnesotta hipnotizaba desde la pantalla y hace lo propio desde unas páginas que recuerdan (y superan) la austeridad sin alardes (Eddie lo detestaba) a la hora construir personajes, diseñar escenas y darle con precisión y contundencia a la bola en busca de la carambola perfecta. Todo ello gobernado por un sentido del ritmo asombroso y una capacidad casi musical para conseguir que el lector escuche el golpeo del taco y huela el tabaco que invade los garitos o sienta muy profundamente la tristeza que inunda una historia de amor doliente entre una mujer en el abismo y un hombre que lo merodea. Almas solitarias, atrapadas en una debilidad que las pone a merced de un destino feroz.

Era evidente que Tevis conectaba muy bien con ese tipo de seres malheridos, complejos y emocionantes, sin que escapasen de su mirada comprensiva (no diría afectuosa, pero sí respetuosa) personajes con rasgos más próximos a la maldad, o, como mínimo, a un cierto grado de ruindad. De alguna forma, convirtió la mesa de billar en un escenario de la condición humana en clave de rendición y redención, un juego permanente de luces y sombras en el que la habilidad solo tenía sentido si iba acompañada de una ambición y una vanidad sin límites. Unos, por codicia. Otros, por sentirse los mejores. Y, entre ambos fuegos, una mujer rota en mil pedazos por dentro y por fuera.

El billar, pues, como excusa y como esclusa que permite pasar de un nivel a otro con fluidez implacable. Hay en su apuesta literaria un viaje incómodo a las ruinas de la autodestrucción dentro de un mundo marginal que (un poco el estilo de "Gambito de dama") no premia solo el talento, también hay que tener carácter, y esa es una amarga lección que Eddie aprende a golpes, unas veces literalmente y otras en su cataclismo íntimo. Para conseguir esa proeza, Tevis agita las formas un realismo sucio, sin pasarse, y los fondos existencialistas (con mesura también). A pesar de sus triunfos, Eddie Felson no tiene nada de heroico. Es alguien que lo tiene para alcanzar la excelencia, pero le sobra arrogancia, le sobran las prisas, le sobra la chulería. Su colisión con el Gordo de Minnesota (lo opuesto: sosegado, paciente, meticuloso, parece que no sude ni necesite dormir) imparte un máster de primera clase sobre el secreto de competir y resistir.

La lucha por el poder. El valor de la disciplina llevada a extremos tóxicos. La facilidad con la que la gloria desemboca en derrota. El deporte como espuela de vida. Sin subrayados innecesarios, Tevis pone de vuelta y media ese afán tan norteamericano (tan trumpiano y muskiano, por poner una nota actual) por adorar el éxito a cualquier precio, el éxito como jungla donde las trampas, los engaños y las codicias movedizas están en el plan de cada día.

En ese magma dramático de pulsiones medidas como un buen tacazo y descontroladas en sus fines palpita una historia emocional entre Eddie y Sarah, esa mujer de cristal que se recompone una y otra vez. Y en esa reconstrucción mutua hay algo de dulce y crispado abrazo entre dos náufragos en una isla de realidad frente al mundo un tanto irreal del billar. Una historia que sirve de escondite pero también de mazmorra. Tevis la narra con pudor y sutileza admirables porque el dolor, cuando es tan voraz, solo puede ser veraz desde una cierta distancia, desde una sencillez respetuosa que nunca carga las tintas, con la misma sobriedad con la que se narran las pugnas tensas en la mesa de billar o se perforan las páginas con unos diálogos cortantes y precisos. Restallan. No por casualidad muchos de ellos permanecieron intactos en la película de Rossen: es que no era necesario tocar ni una maldita coma.

El tiempo, a veces, deja las cosas en su sitio. Y "El buscavidas" se ha convertido por derecho propio en una de las grandes novelas del siglo XX, un trabajo sin fisuras sobre la búsqueda a ultranza del sueño americano en sus arrabales, finalmente convertido en pesadilla, un tratado de obsesiones con la identidad magullada bajo nubes de humo pestilente y sudores fríos que marcan el precio del éxito. Sin piedad. Humillaciones, inseguridades y autoconocimiento alimentan un viaje a los infiernos del que no se sale indemne. La novela es un complemento perfecto para la obra de arte de Rossen porque, como es lógico, dibuja con más rasgos la personalidad de Eddie con gran detallismo. Y la historia con Sarah también es más sucinta en la película, que optó por un desenlace más dramático.

Imagen bu

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El buscavidas

Walter Tevis

Traducción de Juan Trejo

Impedimenta, 240 páginas, 23,95 páginas

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