La luminosa inmortalidad de "El gran Gatsby"
La novela de Francis Scott Fitzgerald cumple hoy cien años convertida en un clásico influyente e incontestable de la Literatura

Francis Scott Fitzgerald, por Pablo García / .
Es probable que Francis Scott Fitzgerald esbozase una sarcástica y triste sonrisa de haber sabido que "El gran Gatsby" ocuparía, cien años después de ver la luz tal día como hoy de 1925, un lugar privilegiado en la galería de clásicos incontestables. A ese inmenso escritor fallecido en 1940 con solo 44 años, en pleno esplendor creativo y total derrumbe físico (recordemos su frase lapidaria que tan bien le definía: la vida es un lento proceso de demolición), se le hurtó la certeza de que su novela acabaría siendo una pieza clave del siglo XX, influyente e inspiradora como pocas. Uno de esos libros de los que pocos lectores salen indemnes.
Como ocurre con todas las obras maestras que se niegan a envejecer, "El gran Gatsby" (mal tratada en el cine, por cierto) se escabulle de los grilletes del tiempo y salta sobre los límites del contexto en que nació. Cierto es que su paisaje corresponde a la Era del Jazz, que tanto y tan bien reflejó su autor en distancias largas, medias y cortas, pero con ligeros retoques podría desarrollarse hoy mismo. Y es que la historia de Jay Gatsby es la de muchos otros falsos triunfadores en un mundo trasquilado por los excesos de una prosperidad mal entendida y los defectos de una sociedad anestesiada por desengaños y corrupciones.
Gatsby, recordemos, es un soñador melancólico con un pasado en sombras, alguien que trata de atrapar el sueño americano de forma obsesiva (¿enfermiza, tal vez?) pero sin renunciar a un elevado sentido de la camaradería y una cierta noción de nobleza sin adulterar. Un idealista, a su manera, que no puede ni debe someterse a las reglas podridas de una sociedad materialista, superficial y codiciosa hasta la náusea, empeñada en despeñarse por un abismo de fiestas sin fin y ostentaciones embrutecedoras. Además, y eso aleja a Jay de los perfiles de depredadores al uso, su mayor motivación no es atesorar fama, poder y riqueza porque sí, sino… recuperar el amor de una mujer.
A pesar de su brevedad (200 páginas), la novela de Scott Fitzgerald (más caudaloso en la titánica "Suave es la noche") alberga temas que no pierden vigencia por ser universales en su plasmación más íntima. El amor, claro, el amor por Daisy Buchanan, el amor imposible que vuelve, el amor que se niega a marchitarse aunque todas las señales del destino indican que se dirige a una vía muerta, a un desenlace trágico en aguas falsamente gozosas. Una antigua novia casada ahora con el arrogante Tom Buchanan. Parece perfecta pero es egoísta, frívola e incluso cruel, como demuestra tras el accidente que marca el paso de la tragedia.
Y la identidad con sus trastornos y recovecos (y sus espinas doradas), el miedo al paso del tiempo, la fragilidad de las ilusiones y la terquedad del destino cuando se pone a jugar a los da(r)dos con alguien que lo desafía. La modernidad de Gatsby no ha perdido ni un ápice de consistencia porque apela a la condición humana en su estado más puro y más duro, y su enseñanza fatal sigue expuesta a los rigores del tiempo presente, con su carga simbólica como mortaja de un ideal de éxito y dicha que resulta, cuando se alcanza, hueco y yermo. Como la luz verde al final del muelle de Daisy o el ojo de Dios en el cartel del Doctor T. J. Eckleburg en las tierras de cenizas, la vida de Gatsby se convierte, en su corto pero intenso espacio de tiempo, en una galería de espejos donde se reflejan altas y bajas pasiones con prisiones de oro, noches achampanadas de amargo dulzor. Y cuando la fantasía entra en contacto con la realidad…
La belleza literaria de la novela (sin filigranas esteticistas, ojo: no sobra ni falta una coma) sostiene un amplio panel de propuestas armoniosas en su disparidad. Es historia de amor (doble, en realidad, si sumamos la del narrador, también tristísima) y es reflexión existencial sobre las contradicciones humanas, es crónica de una época y es epitafio para una muerte anunciada.
Todo era distinto en 1925. La repercusión de la novela fue tibia en ventas y en acogida por parte de la crítica. Scott Fitzgerald había empezado a escribirla tres años antes. La Era del Jazz lo inundaba todo de oropel, el país parecía imparable en busca del vellocino de oro. Detrás de su personaje latía la propia experiencia de un autor fascinado por la opulencia de Long Island y deseoso de triunfar por encima de todo. La precisión final de la novela no existía en sus primeros balbuceos, con una estructura más fragmentada. Pero, como pasó con otros autores gigantes como Thomas Wolfe, Scott Fitzgerald tuvo la suerte inmensa de tener como editor a Maxwell Perkins, cuyos consejos sabios ayudaron a llevar el manuscrito a la perfección.
Nick Carraway, el narrador no protagonista y testigo de la historia, también tiene sus buenas dosis de desencanto cuando entra en contacto con la alta sociedad y sus bajas pasiones. Un observador neutral con su propia historia de amor fallido que sigue al pie de la letra el consejo paterno con el que arranca la novela: Siempre que sientas deseos de criticar a alguien recuerda que no a todo el mundo se le han dado tantas facilidades como a ti. A él le corresponde cerrar la historia con una frase que ya es leyenda: "Y así seguimos adelante, botes contra la corriente, llevados incesantemente hacia el pasado".
J. D. Salinger, Haruki Murakami o Joan Didion son algunos de los muchos autores que han reconocido la gran influencia de la novela de Scott Fitzgerald en su obra. El número de obras que tratan de imitarla crece año tras año, algunas veces para bien y otras para mal. Thomas Pynchon aborda, con planteamientos distintos y formas distintas, la desilusión y el desconcierto. Don DeLillo no oculta su admiración por una novela que indaga en las miserias de una sociedad consumista y superficial. El vacío, el vacío. A Jay McInerney, Junot Díaz o Bret Easton Ellis también les influyó esa exploración del fracaso que espera a quienes construyen sueños inalcanzables e intentan tocar una luz verde que se escapa, se escapa, y se escapó.
Sería demasiado facilón concluir que el desenlace de "El gran Gatsby" es una mortaja de derrota y fracaso. No olvidemos el consejo inicial: no juzgar. Ver, escuchar, tratar de entender. Gatsby es un hombre hecho a sí mismo que lucha sin descanso por superarse, por avanzar, por crecer, aunque las fuerzas del exterior, la corriente del tiempo, del destino y de la sociedad, lo empujen hacia atrás, alejando esa luz verde que simboliza a la mujer amada mientras los botes son empujados hacia el pasado a la espera de la demolición.
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