Música

La intolerancia como argumento

A propósito de algunas reacciones en el estreno de la ópera "La Regenta"

Maria Miró, en el papel de Ana Ozores, en el Campoamor, el pasado día 8.

Maria Miró, en el papel de Ana Ozores, en el Campoamor, el pasado día 8. / Irma Collín

Cosme Marina

Cosme Marina

El estreno en el teatro Campoamor de "La Regenta" de Marisa Manchado, con libreto de Amelia Valcárcel, sobre la obra homónima de Leopoldo Alas "Clarín", ha despertado en mí alguna que otra reflexión ante determinadas reacciones en la función inaugural.

Como responsable artístico del Festival de Teatro Lírico Español de Oviedo, tuve clara, desde la génesis del proyecto, y desde su estreno absoluto en Madrid, la idoneidad de que el título fuese protagonista de un festival que, conviene explicarlo más de 30 años después de su fundación, atiende a toda la lírica española, no sólo a la zarzuela –en su inmensa variedad–, sino también a la opereta, a la ópera y todos aquellos géneros escénicos musicales de nuestro país –y también de Iberoamérica, por cierto–, entre ellos, por ejemplo, la revista, el sainete y un largo etcétera. Tenemos un vastísimo catálogo lírico que hay que defender en su integridad y no solo una parte.

Las funciones madrileñas de "La Regenta", meses atrás, transcurrieron con gran éxito, de público y crítica y la obra, de hecho, fue premiada. En Oviedo, además, se pudo estrenar la versión sinfónica, lo que supuso un aliciente añadido.

Indudablemente el estreno en el Campoamor fue un reto para todo el equipo a las órdenes musicales de Jordi Francés y sobre la idea escénica original de Bárbara Lluch que en Oviedo repuso Paula Castellano. Pero sucedió algo que fue más allá de la aceptación o no de la obra, de que a unos gustase y a otros no.

Frente a un teatro lleno a rebosar en las dos funciones, en el estreno, un reducidísimo número de espectadores, ni media docena, alteraron la función con aspavientos y griterío, antes de llegar al final. En los teatros los códigos de aceptación o rechazo están muy bien delimitados. Ante algo desagradable o no del gusto de un espectador la libertad de salir es total –hubo quien educadamente lo hizo– y, al final, puede manifestar su disconformidad pateando o abucheando y su aceptación aplaudiendo o braveando a los intérpretes o a los responsables del espectáculo. Lo que resulta intolerable es pretender coartar la libertad de expresión de quien está en el escenario y del resto de cientos de espectadores que están concentrados en la función. Esto viene sucediendo en teatros de ópera y estos conatos incluso han sido aplacados por el resto de los asistentes. La intolerancia y la falta de respeto no son admisibles en un ámbito colectivo porque, en el fondo, de lo que se trata es de imponer el gusto personal con violencia verbal y esto es muy peligroso. Huele a intento de censura.

Cuando se aborda el repertorio tradicional desde ópticas transgresoras siempre se generan tensiones y se esgrime un argumento muy reiterado: "que escriban una ópera contemporánea y ahí que hagan lo que quieran". Bien, pues parece que ni así. En fin, nada ayuda más a los teatros que la polémica, significa que lo que allí se está desarrollando nos interpela y adquiere otra fuerza, otro carácter. Bienvenida sea siempre y cuando no enmascaré actitudes totalitarias disfrazadas de inflamadas protestas impostadas.

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