La señora Dalloway cumple 100 años
Virginia Woolf ayudó a fundar el canon del modernismo, junto a Joyce, Pound y Eliot, con su extraordinaria cuarta novela

Virginia Woolf. / Pablo García
M. S. Suárez Lafuente
El 14 de mayo de 1925, hizo ayer exactamente un siglo, se publicó "Mrs Dalloway", la cuarta novela de Virginia Woolf (1882-1941). Era la narración breve "La señora Dalloway en Bond Street" (1923), que Woolf convirtió en novela cuando concibió la idea de incluir un personaje diferente y paralelo, Septimus Warren Smith, superviviente de la primera guerra mundial, que sufre lo que hoy denominaríamos un shock post-traumático.
Clarissa Dalloway sale de su casa en un privilegiado barrio londinense una mañana de junio de 1923; va a comprar flores para la fiesta que dará esa noche. El aire límpido y fresco le hace recordar otras mañanas, más de tres décadas atrás, cuando su vida estaba abierta a múltiples posibilidades y Peter Walsh era aún parte de su presente y, quizás, de su futuro.
Woolf ya había reflexionado en sus artículos críticos que la narrativa debería expresar lo que la mente siente ante diferentes estímulos físicos, ideas o experiencias; igual que la onda expansiva que se produce en un estanque al lanzar una piedra, la autora quiere "registrar los átomos que caen sobre la mente". Una novela debería incluir, simultáneamente, las conexiones entre el presente y el pasado, lo dicho y lo silenciado, y también cómo consideran los personajes que son vistos y cómo se ven a sí mismos.
Por eso, mientras la señora Dalloway disfruta del ajetreo matinal, su retina absorbe la gente con la que se cruza, las tiendas que pasa, y su pensamiento recorre escenas de su pasado, de sus amistades e, incluso, de los acontecimientos históricos que sirvieron como telón de fondo. Woolf funde en cada párrafo todo lo que los sentidos de Clarissa Dalloway registran: lo que ve, lo que oye, cómo se siente, qué recuerda, qué piensa e, incluso, cómo se ve a ella misma a través del tiempo. No se trata sólo de aprehender el mundo que la rodea, sino de cómo lo experimenta y cómo lo piensa a través de la palabra. Mientras eso sucede, las campanadas del Big Ben resuenan en su cabeza, "primero un aviso, musical; luego la hora, irrevocable".
El tiempo, representado por el Big Ben, es un personaje más en "La señora Dalloway". Es el que no permite que los gozos o las sombras se paren, se eternicen; el que lleva y trae a Clarissa y al resto de personajes; el que marca que el día se va consumiendo y, con él, algunas vidas y algunos sueños. El reloj marca el tiempo exterior común para el mundo y une la actividad de todos los personajes; la mente es el tiempo interior, subjetivo, que se mueve libremente en todas direcciones.
La señora Dalloway sólo es una "realidad" de Londres. Woolf sintió que debía mostrar otra cara, la de quienes no tuvieron posibilidades de elegir, y así surgió el personaje de Septimus Warren Smith, que vaga por la ciudad con su esposa y cuidadora, la joven italiana Rezia, sin que sus caminos se crucen con los de Clarissa más allá de constituir un hecho trágico que ella oye y que inspira sus últimas reflexiones en la novela, en las que la señora Dalloway no llora por Septimus, sino por sí misma.
La historia de Septimus es, para Clarissa, una historia más viva que la suya; mientras ella se consume en el aburrimiento de la alta sociedad, encerrada en casa, en salones y fiestas rodeada siempre de los mismos personajes, Septimus luchó por sus creencias y arrostró peligros reales. Él opta por la muerte lanzándose al vacío, ella se suicida mentalmente ("la muerte del alma") al plegarse a las exigencias de su clase social. Ahora se siente "invisible, desconocida, […] ni siquiera es ya Clarissa, sino la señora de Richard Dalloway". Clarissa se desdibuja en vida, mientras Septimus cobra notoriedad en la muerte.
Desde la modernidad de la década de 1920 Woolf sienta las bases del posmodernismo de finales del siglo XX
La autora tenía una experiencia directa de lo que podían ser ambos personajes; como Clarissa, Woolf estaba familiarizada con lo más granado de la sociedad londinense, y como Septimus podía inscribir sus propios momentos de depresión y euforia. Ya en las primeras páginas de la novela leemos las líneas de "Cimbelino", de William Shakespeare, que constituirán el lema de ambos personajes: "No temas ya el calor del sol / ni a la ira del invierno furioso". Clarissa se enfrenta al vacío de su vida; Septimus sólo puede hallar la paz en la muerte.
Virginia Woolf temía que su novela no fuera entendida por la crítica, porque "quizás había introducido [en ella] demasiadas ideas": la vida y la muerte, la cordura y la locura, y una crítica del sistema social en directo. Pero ni Clarissa representa la vida y la cordura, ni Septimus representa la locura y la muerte, sino que todos estos conceptos se funden y confunden para hacer responsables a todos los estamentos sociales que se lavan las manos respecto al resto del mundo. No en vano la novela ha sido tomada por "un estudio sobre la decadencia social", si bien mantiene un optimista canto a la vida.
Compleja como es, la técnica buscada por Woolf refleja perfectamente su intención: la historia es sencilla, casi anecdótica, pero la trama, los porqués, expresan una profundidad que no se ha acallado con el paso de los años. El arte de la autora se manifiesta en cada palabra, en párrafos de imágenes recurrentes que transfieren los sentimientos de un personaje a otro; en cómo, inadvertidamente, el reloj marca el momento en que diferentes personajes se cruzan con Septimus, vivo o muerto; en cómo el mismo olor o color de las flores, el estallido de un motor o el ruido de un aeroplano les impacta de distinta manera según su experiencia.
Es un fluir de conciencia múltiple en que los pensamientos del pasado se actualizan en presente para confluir en una diseminación continua de las identidades de todos los personajes, diseminación que se expande por cada página y llega, a través del tiempo y el espacio, a quienes leemos "La señora Dalloway". Parafraseando al crítico J. Hillis Miller, se trata de una mente universal de la que participa nuestra propia mente: Clarissa se siente parte de todo, no "aquí, aquí, aquí, sino en todas partes", mira en su entorno y siente que ella es todo eso, "[a]sí que, para conocerla a ella o a cualquiera, había que buscar a la gente que los complementaba, incluso los lugares".
La intelectual modernista que había en Virginia Woolf está sentando las bases del pensamiento posmodernista de finales del siglo XX en que la subjetividad se diluye en cuanto que se difiere, se modifica, con cada nueva percepción de los sentidos, con cada avance científico o tecnológico, con cada nueva voz que es finalmente escuchada. Así, Woolf ataca las bases mismas de la inmovilidad patriarcal, los dictámenes de quienes ostentan el poder y determinan quién está enfermo, quién es peligroso o quien debe callar y someterse; todo ello, dentro de "un entramado de intercambios refinados".
"La señora Dalloway" ha de leerse con seriedad y sosiego, no es un mero entretenimiento, es una obra de arte y, como tal, fue escrita para con/movernos, para hacernos pensar, para hacer este mundo más lento y habitable.
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