Ciclo e ideología
"Mi muerte", de Lisa Tuttle, arroja al lector una pregunta audaz: ¿quién es más dueño de una historia, su protagonista o su narrador?

Lisa Tuttle. / .
Lisa Tuttle recorre en "Mi muerte" varios de los lugares comunes que la imaginación masculina ha urdido para la mujer a lo largo de su periplo: la musa, la maga, la invisible. Mujeres que inspiran a los hombres; mujeres que hechizan a los hombres; mujeres a quienes los hombres cancelan tanto de las historias como de la Historia. Vale decir: Galatea, Circe o la esposa, hija y/o madre que se supone habita detrás de los logros de todo gran hombre. "Para ser garantes del yacimiento de las nostalgias presentes por las nostalgias pasadas", diagnostica Rachel Blau DuPlessis, "las mujeres fueron designadas como el tanque colector del Eterno Femenino". Ese Eterno Femenino, que tanto daño ha hecho con su hipostatización de las vidas breves pero por ello mismo insobornables de las mujeres reales, y que abunda en esa enfermedad metafísica tan del agrado de la inteligencia occidental, al menos desde los tiempos de Platón, que igual sublima la idea de Bien o la de Justicia que la de Mujer, escrita así, con mayúscula inicial, para escarnio y olvido de todas las mujeres gloriosamente minúsculas que han sido y son.
La cortada de la que Tuttle se vale en "Mi muerte" para atacar este intrincado enjambre de ideología y poder arranca de una premisa fantástica: el bucle recurrente que una pintora, Helen Ralston, está obligada a satisfacer una y otra vez, sin descanso, incapaz de romper el ciclo de reencarnación al que, por motivos oscuros, se halla condenada. Un bucle que sólo se quebrará cuando la biógrafa de Ralston, narradora de la novela, renuncie a la inmortalización de su sujeto de estudio y rehabilite su memoria del modo más obvio: devolviéndola al curso tan finito como digno de una vida cumplida. Alejada de la tentación del mármol y de cualquier consideración de carácter místico, Helen Ralston hallará la paz de una muerte efectiva. El Eterno Femenino se desvanece ante el cadáver. Nada tan poderoso para doblegar la tentación metafísica como una tumba fresca.
En cualquier caso, "Mi muerte" no agota sus interpretaciones en esta única dirección. Su carácter ambiguo hace del libro una pieza resbaladiza. Que la novela que estamos leyendo se titule igual que la pintura sobre la que pivota buena parte de la acción y misterio del texto, no resulta menos inquietante que la pregunta por el significado de ese sustantivo, muerte, en el caso que nos ocupa. ¿Muerte de qué o de quién? ¿De la mujer llamada Helen Ralston? ¿De la artista oculta bajo capas y capas de discursos masculinos? ¿De la autora que se acerca al núcleo ardiente de una vida ajena para espigar en ella respuestas a propósito de su propia finitud? Al fin y al cabo, como tantos otros libros esquivos, "Mi muerte" plantea, en su resolución, una de las preguntas más audaces que una obra puede arrojar a su lector. Esto es: ¿quiénes son realmente los dueños de las historias? ¿Sus protagonistas o sus narradores? ¿Quienes las vivieron o quienes las fabularon?

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Mi muerte
Lisa Tuttle
Traducción de Regina López Muñoz
Muñeca infinita, 152 páginas, 18,95 euros
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