Lo deforme
Luciana De Luca regala instantes de una herida belleza en "El amor es un monstruo de Dios"

Cultura - Libros
La narradora de "El amor es un monstruo de Dios" es una giganta. Pero no se trata de una giganta como la que imaginó Baudelaire en su celebrado poema, un cuerpo laxo y amable sobre el que tenderse "como una plácida aldea al pie de una montaña", sino que, mediante el desmesurado expediente de su cuerpo, la protagonista de esta historia enuncia un principio de desvelo, dibuja un patrón de sombras, contiene un corazón afligido. El exceso es su tierra nutricia; el arrebato constituye su alimento; la culpa, el castigo y la condena evidencian sus puntos cardinales. La novela de Luciana De Luca comienza, de hecho, con un clímax de los sentidos (una invasión de moscas, páginas de un raro desasosiego) y culmina en otro vértice sensorial (un cadáver que despide luz, páginas de una innegable belleza). En medio, sostenida por una prosa resonante, de gran impacto, discurre una historia que no se halla muy alejada de los tormentos soñados por el gótico sureño, con un pie en "Santuario" de William Faulkner y el otro en "Primer amor" de Joyce Carol Oates.
En efecto, todo lo que sucede en "El amor es un monstruo de Dios" invita a la hipérbole. El texto transita por la senda de la extravagancia (con hijos idiotas, con madres de tragedia griega, con padres abducidos por la melancolía, con un coro de miserables, con prodigios en las aguas, en las tierras y en los cielos) y no renuncia a ninguna de las galas de la exageración. Su superficie jamás se aquieta, siempre crea remolinos, disloca a menudo el principio de realidad para instalarse en la feroz certidumbre del misterio. Escribe De Luca: "El libro hace una escalera que va para dentro de uno. Hay que bajar los escalones hasta un pozo negro que hierve y hace picar los ojos, pero ahí, si uno mira, si aguanta sin parpadear, está la verdad". Cierto que no es sencillo parpadear leyendo estas páginas. La velocidad de lo que acontece y el lenguaje que aspira a apresar esa urgencia no admiten distracciones. La novela se transita en apnea, que es, quizá, el estado natural de su narradora, un ser del mito pero también de la medicina, una embajadora de lo que escapa a la norma, educada en los pasadizos donde la vigilia se convierte en pesadilla.
Trayecto, pues, de una anomalía, "El amor es un monstruo de Dios" apela a un lector dispuesto a consentir tanto el tremendismo como lo bizarro, dos características de alto riesgo narrativo, que De Luca solventa gracias a su talento para la imagen poética y a una sabia economía en la construcción interna del relato. Así, la división del texto en capítulos breves ("Moscas", "Madre", "Cría", "Otros", "Mormones", etcétera), dota al libro de un aspecto episódico, al modo de cuadros o de estampas, de cromos de un desdichado álbum familiar, y arroja un saldo satisfactorio en la lectura de una novela que, trabajando con lo deforme, regala instantes de una incierta, herida belleza.

El amor es un monstruo de Dios
Luciana De Luca
Barrett, 192 páginas 17,95 euros
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